![James Ellroy Tennessee Williams William T. Vollmann Paula Fox Jonathan Lethem Fogwill Peter Matthiessen Jared Diamond Nietzsche Kierkegaard Johnny Cash Wittgenstein Hitler Sófocles Libros Kalish]()
– Sófocles – Karl Reinhardt
– Collapse: How Societies Choose to Fail or Succeed – Jared Diamond (versión original en inglés)
– Scott Fitzgerald. A Biography – Jeffrey Meyers (versión original en inglés)
– Stalin. Una biografía – Robert Service
– Yo fui amigo de Hitler – Heinrich Hoffmann
– Historia de la lectura en el mundo occidental – bajo la dirección de Guglielmo Cavallo y Roger Chartier
– Cash. La autobiografía de Johnny Cash
– Friedrich Nietzsche. El águila angustiada. Una biografía – Werner Ross
– Ludwig Wittgenstein – Ray Monk
– Kierkegaard. Una biografía – Alastair Hannay
– País de sombras – Peter Matthiessen
– El hombre que se enamoró de la luna – Tom Spanbauer
– Los jardines de la disidencia – Jonathan Lethem
– Personajes desespearados – Paula Fox
– Imperial – William T. Vollmann (versión original en inglés)
– Notebooks – Tennessee Williams (versión original en inglés)
– Perfidia – James Ellroy
– Vivir afuera – Fogwill
– Sófocles – Karl Reinhardt
Estado: impecable.
Editorial: Gredos.
Precio: $400.
Olvidada hasta finales del siglo XVIII y diversamente interpretada a lo largo del siglo XIX por la crítica romántica, el hegelianismo, Nietzsche y la primera filosofía alemana, la obra de Sófocles fue recuperada en el siglo XX por la retórica de la «modernidad trágica», el existencialismo y el psicoanálisis. Karl Reinhardt se pregunta en este libro hasta qué punto las piezas sofocleas pueden proporcionarnos todavía un saber cierto del fenómeno trágico, y se inclina por dar una respuesta afirmativa, siempre y cuando se efectúe un riguroso análisis hermenéutico de la poesía griega. La voluntad de percibir los auténticos orígenes del hombre griego es el propósito fundamental de este trabajo. El magistral estudio (con prólogo de Carlos García Gual) de las siete tragedias completas que se conservan de Sófocles pone de manifiesto la complejidad de las relaciones humanas en el mundo griego o, como realidad primera, de los hombres con los dioses.
Karl Reinhardt (1886-1958) trabajó en las universidades de Bonn, Marburgo y Hamburgo, hasta que fue llamado en 1924 a la Universidad de Frankfurt. Allí enseñó Filología clásica hasta ser nombrado emérito en 1951, con excepción de los años 1942-1945, que pasó en la Universidad de Leipzig. Fue nombrado miembro ordinario de la Academia Sajona de las Ciencias y se le considera uno de los más representativos helenistas de su época.
– Collapse: How Societies Choose to Fail or Succeed – Jared Diamond (versión original en inglés)
Estado: impecable (tapa dura/con sobrecubierta/con láminas).
Editorial: Viking.
Precio: $400.
Jared Diamond’s Collapse: How Societies Choose to Fail or Succeed is the glass-half-empty follow-up to his Pulitzer Prize-winning Guns, Germs, and Steel. While Guns, Germs, and Steel explained the geographic and environmental reasons why some human populations have flourished, Collapse uses the same factors to examine why ancient societies, including the Anasazi of the American Southwest and the Viking colonies of Greenland, as well as modern ones such as Rwanda, have fallen apart. Not every collapse has an environmental origin, but an eco-meltdown is often the main catalyst, he argues, particularly when combined with society’s response to (or disregard for) the coming disaster. Still, right from the outset of Collapse, the author makes clear that this is not a mere environmentalist’s diatribe. He begins by setting the book’s main question in the small communities of present-day Montana as they face a decline in living standards and a depletion of natural resources. Once-vital mines now leak toxins into the soil, while prion diseases infect some deer and elk and older hydroelectric dams have become decrepit. On all these issues, and particularly with the hot-button topic of logging and wildfires, Diamond writes with equanimity.
Because he’s addressing such significant issues within a vast span of time, Diamond can occasionally speak too briefly and assume too much, and at times his shorthand remarks may cause careful readers to raise an eyebrow. But in general, Diamond provides fine and well-reasoned historical examples, making the case that many times, economic and environmental concerns are one and the same. With Collapse, Diamond hopes to jog our collective memory to keep us from falling for false analogies or forgetting prior experiences, and thereby save us from potential devastations to come. While it might seem a stretch to use medieval Greenland and the Maya to convince a skeptic about the seriousness of global warming, it’s exactly this type of cross-referencing that makes Collapse so compelling. –Jennifer Buckendorff –This text refers to an out of print or unavailable edition of this title.
– Scott Fitzgerald. A Biography – Jeffrey Meyers (versión original en inglés)
Estado: impecable (tapa dura/con sobrecubierta/con láminas).
Editorial: Harper Collins.
Precio: $300.
Scott Fitzgerald, a romantic and tragic figure who embodied the decades between the two world wars, was a writer who took his material almost entirely from his life. Despite his early success with The Great Gatsby, Fitzgerald battled against failure and disappointment.
This book, by the acclaimed biographer of Hemingway, is the first to analyze frankly the meaning as well as the events of Fitzgerald’s life and to illuminate the recurrent patterns that reveal his inner self. Meyers emphasizes Fitzgerald’s alcoholism, Zelda’s illnesses and her doctors, Fitzgerald’s love affairs both before and after her breakdown, and his wide-ranging friendships, from the polo star Tommy Hitchcock to the Hollywood executive Irving Thalberg. His writer friends included Ring Lardner, John Dos Passos, James Joyce, Edith Wharton, and Dorothy Parker. His friend and lifelong hero, Ernest Hemingway, was a harsh critic of both his behavior and his novels, but Fitzgerald accepted this with remarkable humility. Meyers portrays the volatile connection between these two writers and Fitzgerald’s marriage to the schizophrenic Zelda with insight and poignancy. Meyers also discusses Fitzgerald’s fascinating relationship with his daughter, Scottie. Exercising a fine critical balance, he details Fitzgerald’s weaknesses but ultimately reveals a man capable of fierce loyalty and great moral courage.
VENDIDO
– Stalin. Una biografía – Robert Service
Estado: impecable (tapa dura/con sobrecubierta/con láminas).
Editorial: Siglo XXI.
Precio: $000.
Robert Service goza de reconocido prestigio como experto en la historia de Rusia. En esta demoledora biografía de Iósef Stalin (1878-1953) pone a nuestro alcance por primera vez un estudio completo sobre la vida de uno de los personajes más controvertidos de la historia.
Service ha investigado en los archivos de Moscú, a los que han tenido acceso muy pocos expertos occidentales, y ha recopilado testimonios personales y documentos privados por toda Rusia, Georgia y Abjasia. Ello le ha permitido desafiar la imagen comúnmente aceptada del líder soviético como un simple burócrata asesino.
Cuando, en 1928, obtuvo el poder supremo, Stalin tenía 50 años. Service describe con un detalle sin precedentes los factores vitales que configuraron al “Hombre de Acero”: su temprana infancia en Georgia, hijo de un alcohólico violento y de una mujer devota; su incorporación al seminario religioso; su etapa juvenil revolucionaria como denodado marxista, cuyo celo le llevaría a afianzar su posición y su influencia en el partido bolchevique, mucho antes de la Revolución rusa. Asistimos al papel que jugó en la guerra civil de 1918-1920 y al modo en que sus acciones a lo largo del conflicto prefiguraron al Stalin del Gran Terror. Pero Service también nos muestra a un hombre de ideas: un voraz lector y poeta consumado cuyo rigor analítico competía con el de Lenin y otros artífices de la Rusia soviética.
Los datos sobre su vida siempre han sido opacos, orquestados por su implacable esfuerzo por silenciar a los testigos y su sistemática distorsión, ocultamiento y destrucción de documentos.
Robert Service ha dedicado treinta años al tema, y su reciente y pormenorizada investigación le permiten reconstruir al hombre que se oculta tras el mito, en esta obra que es, hasta la fecha, la más autorizada sobre la larga carrera de Stalin, sobre su impacto y sobre su extraordinaria personalidad.
Robert Service es autor, entre otros libros de, Lenin: Una biografía Lenin: Una biografía (que obtuvo en 2000 el History Book of the Year Award de la revistaForeWordde EE UU), Historia de Rusia en el siglo XX y Rusia: experimento con un pueblo. Es miembro de la British Academy y del St Antony’s College, Oxford.
– Yo fui amigo de Hitler – Heinrich Hoffmann
Estado: nuevo.
Editorial: Caralt.
Precio: $300.
La figura que representó los más dramáticos destinos de Alemania durante un período crucial en la historia del mundo ha sido descrita desde muchos puntos de vista por amigos y adversarios. Pero ninguno de los libros que sobre Hitler se han publicado posee el valor humano que le ha dedicado Heinrich Hoffmann, su fotógrafo oficial y uno de sus íntimos amigos. Ante nosotros aparece en este libro, no sólo el Führer del pueblo alemán, el conductor de multitudes, el fanático de un sistema político férreo e implacable, el hombre que llevó a su patria a la cumbre de su poderío material para arrojarla luego al abismo de la derrota, sino también Adolf Hitler; el hombre con sus fracasos juveniles, sus inquietudes artísticas, sus aventuras femeninas, sus diversiones y sus cóleras.
Traducido a la vez a varios idiomas, el libro de Hoffmann ha logrado en el mundo un éxito auténticamente excepcional.
Heinrich Hoffmann, hijo del fotógrafo Robert Hoffmann, trabajó con gran éxito como fotógrafo de prensa después de varios años de formación. Miembro activo del NSDAP (Partido Alemán Socialista de los Trabajadores), se convirtió en el fotógrafo oficial de Adolf Hitler del cual será amigo íntimo. Arrestado en los últimos días de la II Guerra Mundial por las fuerzas armadas US y condenado a diez años de cárcel por alta actividad pro-nazi. Heinrich Hoffmann falleció en Munich el 16 de diciembre de 1957.
– Historia de la lectura en el mundo occidental – bajo la dirección de Guglielmo Cavallo y Roger Chartier
Estado: usado.
Editorial: Taurus.
Precio: $300.
El simple acto de la lectura implica, en realidad, miles de significados que este libro –la primera gran síntesis histórica en la materia– nos revela. Leer uno o varios textos, en voz alta o en silencio, rápidamente o descifrándolos con dificultad, en un manuscrito o en un ordenador, equivale, cada vez, a recrear el sentido de lo escrito en función de nuestras propias competencias y expectativas.
Fruto del trabajo de los máximos especialistas en el tema, esta Historia pone en evidencia los cambios fundamentales que han tenido lugar en la lectura –de la lectura silenciosa en la Grecia Antigua a las novedades introducidas por la imprenta y las revoluciones electrónicas que estamos viviendo. También nos presenta historias de objetos, de los libros en sus diversas formas, así como historias de los hombres y de las mujeres, adultos o jóvenes, de sus gestos y costumbres, de los espacios y los tiempos reservados a la lectura.
– Cash. La autobiografía de Johnny Cash
Estado: nuevo.
Editorial: RBA.
Precio: $150.
Descubierto a mediados de los 50 por la discográfica Sun Records de Memphis, Cash fue compañero de Elvis Presley y Jerry Lee Lewis, grabando canciones de gran éxito. Fichado por Columbia, en los 60 se convertiría en toda una institución cultural publicando álbumes conceptuales, himnos gospel, aclamados discos grabados en prisiones e incluso presentando su propio programa de televisión. Desde la satisfacción de su recuperada fama en los 90, Cash rememora pasajes oscuros, otros luminosos, y hace las paces con el mundo y consigo mismo. Y no únicamente su propia vida habita estas páginas de lectura compulsiva, sino también la historia de todo un país, Estados Unidos, y sus gentes más humildes y olvidadas.
Réquiem por Johnny Cash
Bob Dylan
Me pidieron que diera una opinión sobre la muerte de Johnny y pensé en escribir un texto llamado “Cash es el Rey”, porque eso es lo que realmente siento. Lisa y llanamente, Johnny era y es la estrella polar: te orientaba al navegar. El más grande de los grandes, entonces y ahora. Lo conocí en el ‘62 o ‘63 y lo vi mucho durante esos años. No tanto en los últimos tiempos, pero de algún modo estaba conmigo más que mucha gente a la que veo todos los días.
A principios de los ‘60 no había muchos medios musicales. Sing out! era la revista que cubría todas las noticias típicas del folk. Los editores habían publicado una carta donde me castigaban por el rumbo que estaba tomando mi música.
Johnny les contestó con una carta abierta diciéndoles que se callaran la boca y me dejaran cantar, que yo sabía lo que estaba haciendo. Eso fue antes de conocerlo, y esa carta fue todo para mí. Todavía conservo ese número de la revista.
Por supuesto, yo sabía de él mucho antes de que él hubiera oído hablar de mí. En el ‘55 o ‘56, “I Walk the Line” sonó en las radios todo el verano. Era algo diferente a todo lo que habíamos escuchado. El disco sonaba como una voz que venía del centro de la tierra. Era poderoso y conmovedor. Era profundo, y así también eran su tono y cada uno de sus versos: hondos y ricos, a la vez imponentes y misteriosos. “I Walk the Line” tenía una presencia monumental y cierta humillante majestad. Hasta un verso tan simple como “Es demasiado, demasiado fácil para que sea cierto” da una idea de lo que era. Basta recordarlo para darse cuenta lo lejos que estamos hoy de algo así.
Johnny escribió miles de versos como ése.
Él es, en verdad, la esencia de la tierra y el territorio, la encarnación de su corazón y de su alma y de todo lo que significa estar aquí. Y todo eso lo dijo en un inglés llano. Creo que podemos recordarlo pero no definirlo, así como no podemos definir una fuente de verdad, de luz y de belleza. Para saber qué significa ser mortal, no tenemos más que volvernos hacia el Hombre de Negro. Bendecido con una profunda imaginación, Johnny usó ese don para expresar todas las muchas causas perdidas del alma humana, y eso es algo milagroso y humillante. Escúchenlo y siempre volverán a sus cabales. Johnny se eleva muy alto sobre todas las cosas y nunca morirá ni será olvidado por nadie, ni siquiera por los que aún no han nacido, especialmente por los que aún no han nacido. Y así será para siempre.
– Friedrich Nietzsche. El águila angustiada. Una biografía – Werner Ross
Estado: impecable (con subrayados de su antiguo dueño, que no afectan a la lectura y no me rompa las pelotas preguntándome si los subrayados son en lápiz o tinta, si usted tiene esa pregunta para hacerme este libro no es para usted).
Editorial: Paidós.
Precio: $1300.
Sin duda una de las más controvertidas y polémicas de la historia cultural europea, la figura de Friedrich Nietzche continúa siendo también una de las más misteriosas y oscuras. Y ello hasta el punto de que, por ejemplo, sólo hoy empieza a aceptarse mayoritariamente que el olvido y el desprecio de sus teorías que se produjo al final de la segunda guerra mundial no respondió tanto, como muchas veces se ha dicho, al hecho de que su pensamiento pudiera haber servido de base parta el desarrollo del fascismo, como al clima de optimismo conformista que invadió entonces la escena europea: nada más contraproducente para ese período de reconstrucción que el vitalista nihilismo nietzscheano.
La loable intención de Werner Ross en esta electrizante biografía, pues, ha sido poner las cosas en su sitio y apelar al lector crítico, independiente. Por ello, el Niezsche que acaba emergiendo de su libro es, sí, el angustiado aspirante a lo sublime que todos conocemos pero también el más influyente representante de esa descomunal crisis de la cultura burguesa occidental que estalló a finales del siglo pasado y continúa vigente aún hoy en día. Nietzsche, de este modo, deja de ser por fin el filósofo quizá peor interpretado de la historia, para convertirse en un pensador extraordinariamente moderno, un creador complejo y atormentado cuyas intuiciones aún se cuentan entre las más fructíferas del debate filosófico actual.
El resultado es una biografía minuciosa, fruto de incontables años de investigación, cuyos objetivos principales parecen ser el equilibrio, la mesura y la brillantez de la narración. El turbulento universo nietzscheano, así, termina encauzándose en los límites de un apasionante relato biográfico y -situado en el contexto de la efervescencia cultural europea de la época- revelándose finalmente en su justa medida: la de una filosofía y una vida más allá de toda regla, más allá de cualquier sistema.
– Ludwig Wittgenstein – Ray Monk
Estado: nuevo (tapa dura/con sobrecubierta/cocido).
Editorial: Anagrama.
Precio: $1000.
La obra de Ludwig Wittgenstein es el producto de un pensamiento riguroso y de una imaginación brillante, y sólo puede ser comprendida en todo su alcance analizando la relación entre su filosofía y su vida. Wittgenstein nació en 1889, hijo cíe una de las más acaudaladas y cultas familias de Viena, de origen judío pero convertidos al catolicismo, y cuyos miembros eran triunfadores o suicidas; en esta compleja matriz familiar podemos rastrear el origen de su intensa y siempre presente preocupación por problemas éticos, espirituales y culturales.
Su trayectoria como filósofo comienza tras su encuentro con Bertrand Russell en Cambridge, y su trabajo en esta universidad culmina en el Tractatus Logico-Pbilosopbicus, celebrado en la actualidad por los positivistas lógicos, quienes a veces nos hacen olvidar su intenso contenido místico. Wittgenstein terminó esta obra al final de la Primera Guerra Mundial, contienda en la que su experiencia como soldado le enfrentó al sufrimiento humano en una escala tal que le marcó para siempre. Convencido de que su libro había resuelto todos los problemas tradicionales del objeto de su investigación, abandonó la filosofía y se dedicó a la enseñanza en escuelas rurales de Austria, donde se vio envuelto en serias dificultades de índole profesional y personal. Tenía ya más de cuarenta años cuando regresó a la vida académica y a la filosofía. La radical reelaboración de su pensamiento anterior, cristalizada en su obra postuma, Investigaciones filosóficas, ha ejercido una influencia decisiva en la filosofía actual.
Ray Monk pudo consultar por primera vez los archivos de Wittgenstein, sus papeles y sus diarios, escritos en código, que despejan las incógnitas sobre la mistificada vida sexual del filósofo.
– Kierkegaard. Una biografía – Alastair Hannay
Estado: nuevo.
Editorial: Universidad Iberoamericana.
Precio: $1000.
Soren Kierkegaard (1813-1855) ha sido uno de los más importante referentes intelectuales del siglo XIX que influyeron en las ideas y la transformación socila del siglo XX. Junto con autores como Marx, Nietzsche y Darwin, Kierkegaard se destacó por su critica al orden establecido en us tres ámbitos: el social, el intelectual y el religioso, mostrando las inconsistencias y atropellos de una sociedad de masas que es manipulada y enajenada. Su propuesta es el rescate de lo genuinamente humano; solo así lo social, lo religioso y el uso de la razón podrán reencontrar su verdadero sientido.
Esta biografía, escrita por Alastair Hannay, reconocido traductor y especialista en Kierkegaard, ha tenido una gran acogida entre los especialistas del autor danés. La biografía desarrolla la génesis de las principales obras de Kierkegaard y contextualiza muy bien los diversos acontecimientos del mundo académico danés y del resto de Europa que influyeron en el debate filosófico de aquella época.
– País de sombras – Peter Matthiessen
Estado: nuevo.
Editorial: Seix Barral.
Precio: $1000.
País de sombras *
Peter Matthiessen
La “Trilogía de Watson”, tal como se llamó su edición original, fue gestada como una sola e inmensa novela cuyo primer borrador manuscrito debió de tener más de mil quinientas páginas. No es de extrañar que mi editor se mostrara reacio ante la enormidad de lo que yo había forjado, y así pues, como si fuera una hogaza de pan, aquella cosa elemental fue partida en tres pedazos que se correspondían con sus sucesivos marcos temporales y de punto de vista. A continuación su primera parte fue desgajada del resto y terminada con el título de Matar al señor Watson (que era el título original del conjunto), mientras que a la segunda y a la tercera parte se les fueron dando títulos nuevos a medida que cada una de ellas era terminada y publicada: El río Lost Man (el nombre de un río que había en la región del remoto sudoeste de los Everglades donde vivía Watson) y Hueso a hueso (tomado de un hermoso y extraño poema de Emily Dickinson).
Aunque los tres libros fueron recibidos con generosidad, la solución de la “trilogía” nunca se correspondió con mi idea original de cuál era la verdadera naturaleza de este libro. Aunque el primer libro y el tercero se sostenían por sí mismos, la sección intermedia, que había servido originalmente como una especie de tejido conectivo, y sin embargo contenía gran parte del corazón y el cerebro del conjunto del organismo, carecía de armazón o esqueleto propio; separado de los otros, se volvió amorfo, y me recordaba de forma desagradable el vientre alargado de un perro salchicha, colgando lastimosamente entre sus patas recias y verticales. Resumiendo, la obra me parecía inacabada, y su desdichado autor, después de veinte años de trabajo penoso (las primeras notas, tal como descubrí con horror, databan de 1978), quedo algo frustrado e insatisfecho. La única solución aceptable era desmontarlo y volverlo a crear, para asegurarse de que existía en alguna parte (aunque fuera solamente en un armario) en su forma adecuada.
En una entrevista concedida a The Paris Review (nº 157, Primavera de 1999), confesé mi intención de dedicar un año a su reconstrucción, aunque yo carecía de expectativa alguna de que lo que resultara fuera a encontrar una editorial respetable. Pese a todo, el año reservé para la recreación de la obra se acabó convirtiendo en seis o siete. Esto se debe a que el señor Watson y la gente desesperada que había compartido su vida desesperada volvieron a cobrar vida en las nuevas página y me volvieron a absorver por completo, y también a que – durante los cortes y destilaciones que redujeron el conjunto en casi cuatrocientas páginas – su historia se profundizó y se intensificó de forma inevitable.
En mi concepción original, los tres libros de la novela eran variaciones entretejidas de la evolución de una leyenda. En esta nueva manifestación, el libro primero de la novela sería análogo a un primer movimiento, ya que el conjunto tiene unos ritmos, un auge y caída que me recuerdan a una sinfonía, así como el regreso continuo a la autodestrucción obsesiva de un hombre narrada sobre el trasfondo histórico de la esclavitud y la guerra civil, el imperialismo y la violación de la tierra y de la vida bajo el estandarte del “progreso” industrial. De forma indirecta, pero tal vez esencial, la obra trata de la tragedia del racismo que sigue oscureciendo la integridad de un gran país como si fuera la sombra de un dosel de nubes.
Conservado a modo de preludio más o menos intacto, y regresando a lo largo del libro de formas diversas, se encuentra el mito de la violenta y controvertida muerte de Watson. De forma intencionada, este “final” se devela de entrada, a fin de evitar que la trama obstaculice la intriga mas profunda del misterio que le subyace. Un hombre poderoso y carismático es cosido a tiros por sus vecinos: ¿Por qué? Lo que importa es ese porqué. ¿Cómo puede tener lugar un acontecimiento tan aterrador en una comunidad pacífica de pescadores y granjeros? ¿Fue realmente un acto de defensa propia, tal como afirmaban quienes participaron en el mismo, o fue un linchamiento calculado? ¿Cómo respoderán los hijos de Watson a su muerte? Y el único hombre negro que había en aquella turba de blancos armados, ¿qué estaba haciendo allí? Narrada con el trasfondo de la era de la segregación, la extraña historia de Henry Short tiene interminables reverberaciones. En País de sombras, a esta enigmatica figura se le da una voz propia en calidad de testigo y también se le adjudica su propia narración final.
El presente libro junta en una sola obra los temas que me han absorbido durante toda mi vida: la polución de la tierra, el aire y el agua que resulta inevitable durante la ciega aniquilación de la naturaleza virgen y de sus criaturas silvestres, y también las injusticias que se cometen hacia los más pobres de nuestra propia especie, sobre todo los pueblos indígenas y los herederos de la esclavitud, dejados atrás por la cruel hipocresía de eso que quienes tienen el poder hacen pasar por progreso y democracia.
E. J. Watson fue un empresario de la frontera inspirado y dotado de un talento excepcional que vivió durante la época más fabulosa para la invención y los avances que ha habido en toda la historia de América. También fue un hombre gravemente condicionado por la pérdida, los desmanes del destino y la mala suerte, que se llegó a obsecionar tanto con participar de la prosperidad del nuevo siglo que al final cayó en la ilegalidad y llegó a excusar sus acciones cada vez más insensatas citando como precedentes la implacabilidad de las corporaciones y las prácticas laborales asesinas en la construcción de los ferrocarriles, en las minas y en todas partes: unas atrocidades comunes y flagrantes en los EEUU del cambio de siglo que eran disculpadas y hasta promovidas por un nuevo gobierno americano de corte imperial.
En el libro tercero leemos la versión de los hechos que nos da el mismo señor Watson, desde su tierna infancia hasta el momento de su muerte: la última palabra, ya que seguramente él sabe mejor que nadie en quién se ha convertido, ese “primo oscuro” que nadie en la familia menciona. El lector debe de ser el juez último de Watson.
Aunque el libro carece de mensaje, se puede afirmar que la metáfora de la leyenda de Watson representa nuestra trágica historia de liberalismo salvaje y racismo, la erosión continua de nuestro hábitat humano y cómo estas cosas afectan las vidas de quienes viven bajo el azote de los elementos y perdidos en los márgenes, despojados de voz en medio del desgaste económico y medioambiental que erosiona los cimientos de sus esperanzas y sin nada con que afrontar su propia irrelevancia más que el coraje y la rabia. Puede que los males de nuestra gran república, tal como son percibidos con los ojos de los americanos del campo atrasado, parezcan inconsecuentes, pero la gente que tiene que afrontar verdaderas penurias en su búsqueda de la felicidad, y no simples neurosis, pueden ser amargamente elocuentes y hacer gala de un humor muy negro, razón por la cual siempre me han gustado sus voces y escribir sobre ellos. Al final, por extravagantes que puedan parecer esos personajes, sus historias también proceden del corazón humano; en este caso, del corazón salvaje de un primo oscuro y presunto forajido.
Respecto a Watson, los reseñistas de los tres libros originales han citado la idea de D. H. Lawrence de que “el alma esencial americana es dura, solitaria, estoica y asesina”. Hasta cierto punto, esto se puede aplicar al caso de Watson, pero también hay más misterio en él. Por lo que he llegado a entender después de todos estos años, no fue ni un “asesino nato” ni tampoco un hombre provisto de una mentalidad criminal atrofiada: esa clase de hombre carece de interés. Por otra lado, sí que estaba obsesionado, y toda obsesión que no es enfermiza ni criminal resulta apasionante; a lo largo de estos treinta años he aprendido mucho sobre las obsesiones por culpa de pasar demasiado tiempo en la mente de E. J. Watson.
* Nota del autor que abre el libro fechado en la primavera de 2008.
– El hombre que se enamoró de la luna – Tom Spanbauer
Estado: nuevo.
Editorial: Muchnik.
Precio: $500.
El diablo es… aquel que te confunde y no te deja contar tu propia historia. Evocativa y carnal, la historia de El hombre que se enamoró de la luna está narrada por Cobertizo, un huérfano sin origen que sólo puede interponer, entre él y el diablo, las palabras recién aprendidas de un idioma que le es ajeno y su amor por Dellwood Barker, un cowboy de ojos verdes que podría ser su padre.
En 1880, en Excellent, Idaho, Cobertizo es violado a punta de pistola por el hombre que esa misma noche asesinará a su madre india. Ida Richilieu, prostituta y alcaldesa del pueblo, dueña de un saloon pintado de color de rosa, se encargará desde entonces de su crianza. Historia de una educación y de una iniciación, El hombre que se enamoró de la luna sigue el camino místico de Cobertizo en busca de su propia identidad, camino sembrado de falsas pistas.
Una novela en la que la sexualidad es celebrada en todas sus formas y manifestaciones, en la que la violencia quema las yemas de los dedos que sostienen la página. Y, sin embargo, El hombre que se enamoró de la luna es una novela sobre la caída del lenguaje: sobre cómo vivir en los espacios en blanco que quedan entre dos palabras.
– Los jardines de la disidencia – Jonathan Lethem
Estado: nuevo.
Editorial: Mondadori.
Precio: $500.
Una historia sobre el idealismo; cómo se modula, se desvanece y se trasforma en el seno de una familia a lo largo de los años. Los Jardines de la Disidencia sigue la vida de tres generaciones de neoyorquinos que no responden al prototipo del patriota estadounidense, puesto que son comunistas, hippies y activistas políticos. Rose Zimmer es conocida en Queens como la Reina Roja de Sunnyside por ser una comunista reaccionaria que importuna a familia, vecinos y camaradas políticos con su carácter feroz y su radical intransigencia. Su hija Miriam,que comparte el carácter obstinado de su madre, huye de su sofocante influencia para abrazar los albores de la contracultura de la Era de Acuario en Greenwich Village. La vida de estas dos mujeres es el eje central de un desfile de personajes imperfectos e idealistas que luchan por alcanzar el sueño utópico de una América donde el radicalismo es recibido con desconcierto, hostilidad o indiferencia.A través de sus vidas vemos cómo un movimiento revolucionario sucede al anterior: el auge comunista de los años treinta, la caza de brujas de la era McCarthy, el movimiento en defensa de los derechos civiles, las andrajosas comunas de los setenta y el conflicto sandinista hasta llegar al actual Ocupa Wall Street. En este viaje a lo largo de las décadas, la estimulante prosa de Lethem nos recuerda que lo personal puede ser político, pero que lo político siempre es personal.
«Lethem es tan ambicioso como Mailer, tan divertido como Philip Roth y tan agudo como Bob Dylan […]. En Los Jardines de la Disidencia se muestra en plena posesión de sus facultades como novelista.» Los Angeles Times
– Personajes desespearados – Paula Fox
Estado: nuevo.
Editorial: EL Aleph.
Precio: $250.
“Una obra de prosa sostenida tan lúcida y bella que más parece esculpida que escrita.”
David Foster Wallace
“Personajes desesperados, con sus mordaces e hilarantes diálogos y sus recurrentes silencios, salpicados de sombras, es una obra maestra de la comunicación… Adoro este libro.”
Jonathan Lethem
Introducción
“Aquello no tenía fin”
Releer Personajes desesperados
Jonathan Franzen
En una primera lectura, Personajes desesperados es una novela de suspense. Sophie Bentwood, una mujer de cuarenta años que vive en Brooklyn, es mordida por un gato callejero al que ha dado leche y, durante los próximos tres días, se pregunta qué va a acarrearle el mordisco: ¿morir de rabia?, ¿inyecciones en la tripa?, ¿nada en absoluto? El motor del libro es el horror contenido de Sophie. Al igual que en las novelas de suspense más convencionales, están en juego la vida y la muerte y, tal vez, el destino del Mundo Libre. Sophie y su esposo, Otto, pertenecen a la incipiente alta burguesía urbana de finales de los años sesenta, un período en el que la civilización de Nueva York, la principal ciudad del Mundo Libre, parece estar desmoronándose bajo una cortina de basura, vómitos y excrementos, vandalismo, fraudes y odio social. El mejor amigo de Otto, y su socio, Charlie Russel, deja el bufete de abogados y ataca violentamente a Otto por su convencionalismo. Otto se lamenta de que la descuidada cocina de una familia rural “le está diciendo una sola cosa” –dice “muérete”– y, sin duda, ése parece ser el mensaje que recibe de prácticamente todo en su mundo cambiante. Sophie, por su parte, fluctúa entre el horror y un extraño deseo de resultar perjudicada. Le aterra el dolor que no está segura de que sea inmerecido. Se aferra a un mundo de privilegios, aun cuando ese mundo la está asfixiando.
Por el camino, página a página, se hallan los placeres de la prosa de Paula Fox. Sus frases son pequeños milagros de compresión y especificidad, diminutas novelas en sí mismas. Este es el momento en que el gato muerde a Sophie:
Sophie sonrió, preguntándose con cuánta frecuencia, o si habría habido alguna vez en que hubiera sentido el calor humano, y aún sonreía cuando el gato se levantó sobre las patas traseras, incluso cuando la atacó con las garras extendidas, hasta el mismo instante en que le clavó los dientes en el dorso de la mano izquierda y tiró hasta casi hacerla caer hacia adelante, atónita y horrorizada y, sin embargo, lo bastante consciente de la presencia de Otto para contener el grito que se le quedó ahogado en la garganta mientras intentaba librar su mano de aquel círculo de alambre de espino.
Imaginando un momento dramático como una serie de gestos físicos –prestándole mucha atención–, Fox deja espacio aquí para todas las facetas de la complejidad de Sophie: su generosidad, su autoengaño, su vulnerabilidad y, por encima de todo, su conciencia de persona casada. Personajes desesperados es de las pocas novelas que hacen justicia a las dos caras del matrimonio, al amor y al odio, a ella y a él. Otto es un hombre que ama a su esposa. Sophie es una mujer que se bebe de un trago una copa de whisky a las seis de la madrugada de un lunes y abre el grifo del fregadero “expresando su repugnancia en voz alta como si fuera una niña…”. Otto es lo bastante mezquino para decir: “Mucha suerte, tío” cuando Charlie deja el bufete; Sophie es lo bastante mezquina para preguntarle, más adelante, por qué lo ha dicho; Otto se avergüenza cuando ella lo hace; Sophie se avergüenza de haberlo avergonzado.
La primera vez que leí Personajes desesperados, en 1991, me enamoré de la novela. Me pareció claramente superior a cualquier novela de los contemporáneos de Fox, como John Updike, Philip Roth y Saul Bellow. Me pareció una genialidad irrebatible. Y, como yo había reconocido mi propio matrimonio conflictivo en el de los Bentwood, como la novela parecía sugerir que el miedo al dolor es más destructivo que el dolor mismo y como yo sentía un gran deseo de creerlo, la releí casi de inmediato. Confiaba en que el libro, en una segunda lectura, pudiera decirme cómo vivir.
No lo hizo. En lugar de eso, se tornó más misterioso –se tornó menos lección y más experiencia–. Comenzaron a emerger densidades metafóricas y temáticas anteriormente invisibles. Mis ojos se posaron, por ejemplo, en una frase que describe la llegada del alba a un salón: “Los objetos, cuyas siluetas comenzaban a perfilarse bajo la luz creciente, poseían un aire de sombría amenaza totémica”. A la luz creciente de mi segunda lectura, vi cómo comenzaban a perfilarse de esa forma los objetos del libro. Los higadillos de pollo, por ejemplo, se presentan en el primer párrafo como una exquisitez y como el plato central de una cena cultivada –como la esencia de la civilización del Viejo Mundo–. (“Tomas materias primas y las transformas –observa el izquierdista Leon mucho más adelante en la novela–. Eso es la civilización.”) Al día siguiente, después de que el gato haya mordido a Sophie y ella y Otto hayan comenzado a contraatacar, los higadillos que han sobrado se convierten en el cebo para la captura y matanza de un animal salvaje. La carne cocinada continúa siendo la esencia de la civilización; pero ¡cuán más violenta parece ser ahora la civilización! O sigamos la comida en otra dirección; veamos a Sophie, angustiada, un sábado por la mañana, en su intento de levantarse la moral gastando dinero en un utensilio de cocina. Va al Bazaar Provençal con la intención de comprarse una sartén para hacer tortillas, un accesorio para un “neblinoso sueño doméstico” de comodidad y refinamiento francés. La escena concluye cuando la vendedora levanta las manos “como si quisiera ahuyentar a una bruja” y Sophie sale huyendo con una compra que es casi cómicamente emblemática de su desesperación: un reloj de arena para medir el tiempo de cocción de los huevos pasados por agua.
Aunque a Sophie le sangra la mano en esta escena, su impulso es negarlo. La tercera vez que leí Personajes desesperados –la había elegido como lectura obligatoria de una clase de ficción que estaba impartiendo– comencé a prestar más atención a estas negaciones. Sophie va emitiéndolas de forma más o menos constante a lo largo de todo el libro: “Está bien. Oh, no es nada. Oh, bueno. No es nada. No me hables de ello. ¡El gato no estaba enfermo! ¡Es un mordisco! ¡Un mordisco nada más! No voy a ir corriendo al hospital por algo tan estúpido como esto. No es nada. Está mucho mejor. No tiene importancia”. Estas reiteradas negaciones reflejan la estructura subyacente de la novela: Sophie huye de un posible refugio a otro y ninguno logra protegerla. Asiste a una fiesta con Otto, sale furtivamente con Charlie una noche, se compra un regalo, busca consuelo en sus viejos amigos, se pone en contacto con la esposa de Charlie, intenta llamar por teléfono a su antiguo amante, accede a ir al hospital, captura al gato, se mete en la cama, intenta leer una novela francesa, huye a su querida casa de campo, piensa en trasladarse a otra época de su vida, piensa en adoptar hijos, destruye una antigua amistad: nada la alivia. Su última esperanza reside en escribir a su madre contándole que la ha mordido un gato, “moviendo los hilos precisos para despertar el desprecio y la hilaridad de aquella anciana”, en convertir su sufrimiento en arte, en otras palabras. Pero Otto arroja su tintero a la pared.
¿De qué está huyendo Sophie? La cuarta vez que leí Personajes desesperados, confiaba en obtener la respuesta. Quería averiguar, finalmente, si es un hecho feliz o terrible que la vida de los Bentwood estalle en la última página del libro. Quería “captar” la última escena. Pero no logré hacerlo. Me consolé con la idea de que la buena ficción se define, en gran medida, por su negativa a ofrecer las respuestas fáciles de las ideologías, las curas de una cultura terapéutica o los sueños con final feliz de los espectáculos de masas. Personajes desesperados quizá no tratara tanto de las respuestas como de la persistencia de las preguntas. Me impactó la semejanza entre Sophie y Hamlet –otro personaje morbosamente introspectivo que recibe un mensaje perturbador y ambiguo, sufre un tormento mientras intenta decidir su significado y se pone por último en manos de una “divinidad” providencial y acepta su destino–. Para Sophie Bentwood, el mensaje ambiguo no proviene de un espectro sino de un mordisco de gato y su sufrimiento no se debe tanto a la incertidumbre como a su falta de disposición para afrontar la verdad. Cerca del final, cuando se dirige a una divinidad y dice: “Dios mío, si tengo la rabia soy como lo que hay fuera de aquí”, no es un momento de revelación. Es un momento de alivio.
***
Un libro que ha estado agotado, aunque sólo sea brevemente, puede ejercer cierta presión en el amor del lector más devoto. De igual forma que un hombre puede lamentar ciertas manías de su esposa que ensombrecen su belleza, o una mujer puede desear que su esposo se ría menos alto de sus propios chistes, yo he sufrido por las pequeñas imperfecciones que pueden predisponer a los potenciales lectores en contra de Personajes desesperados. Estoy pensando en la rigidez e impersonalidad del párrafo que inaugura el libro, en la austeridad de la primera frase, en la chirriane palabra “viandas”. Como enamorado de este libro, ahora aprecio la manera en que la formalidad y el estatismo de este párrafo introducen la frase breve y cortante del diálogo que viene a continuación (“El gato ha vuelto”), pero ¿y si el lector no pasa de la palabra “viandas”? También me pregunto si el nombre de “Otto Bentwood” es quizá difícil de asimilar en una primera lectura. Generalmente, Fox trabaja los nombres de sus personajes con mucha profundidad –el apellido “Russel”, por ejemplo, refleja logradamente la energía incansable y furtiva de Charlie (Otto sospecha que le está “robando” clientes [rustle en inglés; pronunciado como el apellido]) y, de igual forma que al personaje de Charlie le falta sin duda alguna cosa, a su apellido le falta la segunda “l”. Admiro el modo en que el nombre anticuado y vagamente teutónico “Otto” impone una carga sobre el personaje, tanto como lo hace su obsesivo sentido del orden; pero “Bentwood” (‘madera combada’), incluso después de muchas lecturas, continúa resultándome un poco artificial en su intento de sugerir la imagen de un bonsai. Y está además el título del libro. Es acertado, desde luego, y, no obstante, no puede equipararse a El día de la langosta, El gran Gatsby o ¡Absalom, Absalom! Es un título que se puede olvidar o confundir con otros títulos. A veces, deseando que fuera más impactante, me invade la peculiar soledad de una persona hondamente casada.
Con el paso de los años, he continuado entrando y saliendo de Personajes desesperados, buscando consuelo o aliento en pasajes de conocida belleza. Ahora, no obstante, mientras releo el libro en su totalidad, me asombra cuánto en él continúa siendo nuevo y poco conocido para mí. Jamás había prestado atención, por ejemplo, a la anécdota de Otto, hacia el final del libro, sobre Cynthia Kornfeld y su esposo, el artista anarquista. Jamás había advertido cómo remeda el postre de gelatina con monedas de Cynthia Kornfeld la equivalencia que hacen los Bentwood entre la comida, los privilegios y la civilización, ni cómo la idea de las máquinas de escribir rediseñadas para escribir disparates prefigura la imagen final de la novela, ni cómo insiste la anécdota en que Personajes desesperados sea leída en el contexto de un panorama artístico contemporáneo cuyo objetivo es la destrucción del orden y el significado. Y Charlie Russel –¿lo he visto realmente hasta ahora?–. En mis anteriores lecturas, continuaba siendo una especie de villano típico, un renegado, un hombre infame. Ahora me parece casi tan importante para la historia como el gato. Es el único amigo de Otto; su llamada telefónica precipita la crisis final; él aporta la cita de Thoreau que da título a la obra y él pronuncia el veredicto sobre los Bentwood –“La gente como tú, terca, estúpida y tediosamente esclavizada por la introspección mientras los cimientos de sus privilegios se desmoronan bajo sus pies”–, cuya exactitud parece inquietante.
A estas alturas, no obstante, no estoy seguro de querer siquiera descubrir nada nuevo. De igual forma que Sophie y Otto adolecen de un conocimiento mutuo demasiado íntimo, yo adolezco ahora de un conocimiento demasiado íntimo de Personajes desesperados. Mis notas a pie de página y al margen se están desmandando. En mi última lectura, he encontrado y señalado como vital y nuclear una enorme cantidad de imágenes que antes no había marcado referidas al orden y al caos, y a la infancia y a la edad adulta. Como el libro no es largo, y como ahora lo he leído media docena de veces, me estoy acercando al punto en que marcaré todas las frases como vitales y nucleares. Esta extraordinaria riqueza es, naturalmente, un testimonio del talento de Paula Fox. Es difícil hallar en el libro una palabra superflua o arbitraria. Un rigor y una densidad temática de tal magnitud no ocurren por casualidad y, no obstante, es casi imposible que un escritor los logre mientras se relaja lo suficiente para permitir que los personajes cobren vida. Y, sin embargo, aquí está la novela, muy superior a cualquier otra obra de ficción realista norteamericana posterior a la Segunda Guerra Mundial.
No obstante, la ironía de esta riqueza reside en que, cuanto mejor comprendo la importancia de cada frase en particular, menos capaz soy de articular a qué gran significado global podrían estar contribuyendo todos estos significados locales. Hay, por último, una especie de horror a un exceso de significado. Es muy semejante, como Melville sugiere en el capítulo “La blancura de la ballena” de Moby Dick, a una ausencia total de significado. Buscar, descifrar y organizar el sentido de la vida puede abrumar hasta el punto de impedir vivirla y, en Personajes desesperados, el lector no es el único abrumado. Los mismos Bentwood son criaturas cultas íntegramente modernas. Su maldición reside en estar excesivamente bien preparados para leerse como textos literarios, repletos de significados que se solapan. En el transcurso de un fin de semana de finales de invierno, el modo en que las palabras más casuales y los incidentes más nimios parecen “portentos” los oprime y termina por abrumarlos. El enorme suspense que el libro desarrolla no es sólo producto del miedo de Sophie, ni de la forma paulatina en que Fox va cerrando todas las posibles vías de escape, ni de la equivalencia que establece la escritora entre una crisis en una asociación conyugal, una crisis en una asociación comercial y una crisis en la vida urbana de Estados Unidos. Más que cualquier otra cosa, es el lento ascenso hasta su punto más alto de una ola de significado literario de un peso aplastante. Sophie invoca consciente y explícitamente la enfermedad de la rabia como una metáfora de su crisis emocional y política, e incluso cuando Otto se desmorona y grita cuán desesperado está, no puede evitar “citar” (en un sentido posmoderno) su anterior conversación con Sophie sobre Thoreau, invocando de esta forma todos los demás temas y diálogos que se han ido hilvanando a lo largo del fin de semana, en particular, la irritación que a Charlie le produce el tema de la “desesperación”. Por muy malo que sea estar desesperados, es incluso peor estarlo y ser asimismo conscientes de las cuestiones vitales de la ley y orden públicos, privilegios e interpretaciones thoreaunianas que van implícitas en nuestra desesperación particular, y sentir que desmoronándonos estamos demostrando a toda una nación de Charlies Russel que tienen razón. Cuando Sophie declara su deseo de contraer la rabia, al igual que cuando Otto arroja el tintero, los dos parecen estar rebelándose contra un sentido insoportable, casi insano, de la importancia que tienen sus palabras y sus pensamientos. No es de extrañar que los últimos actos del libro carezcan de palabras –que Sophie y Otto hayan “dejado de escuchar” las palabras que emite el teléfono, ni que lo que haya escrito con tinta en la pared cuando ellos se vuelven lentamente para leerlo sea una violenta mancha carente de palabras–. En cuanto Fox logra el éxito más asombroso hallando orden en los contratiempos de un fin de semana de finales de invierno, repudia ese orden con el gesto perfecto.
Personajes desesperados es una novela que se rebela contra su propia perfección. Las preguntas que plantea son radicales y desagradables. ¿Qué sentido tiene el significado –en especial el literario– en un mundo moderno que está aquejado de rabia? ¿Por qué molestarse en crear y preservar el orden si la civilización es tan mortífera como la anarquía a la que se opone? ¿Por qué no tener la rabia? ¿Por qué atormentarnos con libros? Releyendo la novela por sexta o séptima vez, siento una ira y una frustración cada vez mayores ante sus misterios, ante las paradojas de la civilización y ante la ineptitud de mi propio cerebro y, entonces, sin saber cómo, termino por captar el final –siento lo que Otto Bentwood siente cuando estampa el tintero contra la pared– y, de repente, vuelvo a estar enamorado otra vez.
– Imperial – William T. Vollmann (versión original en inglés)
Estado: nuevo.
Editorial:Penguin.
Precio: $500.
From the author of Europe Central, a journalistic tour de force along the Mexican-American border.
For generations of migrant workers, Imperial Country has held the promise of paradise and the reality of hell. It sprawls across a stirring accidental sea, across the deserts, date groves and labor camps of Southeastern California, right across the border into Mexico. In this eye-opening book, William T. Vollmann takes us deep into the heart of this haunted region, exploring polluted rivers and guarded factories and talking with everyone from Mexican migrant workers to border patrolmen. Teeming with patterns, facts, stories, people and hope, this is an epic study of an emblematic region.
You Are Now Entering the Demented Kingdom of William T. VollmannHome to goddesses, dreams, and a dangerously uncorrupted literary mind
Tom Bissell
One morning, in 2000, while I was working as an editor for Henry Holt, a manuscript contained on several compact disks was delivered to my office. Back at the dawn of the twenty-first century, it was still relatively unusual for submissions to arrive in any form other than a stack of paper, so the occasion was memorable for that reason alone. More memorable yet was the manuscript’s author, William T. Vollmann, who had been churning out thick, conceptually audacious books faster than New York publishing could keep pace. From 1987 through 1993, for instance, Vollmann published eight books through five different houses.
This new Vollmann manuscript, Rising Up and Rising Down, was sent on compact disk mainly due to its length: 3,800 pages. “Let me get back to you,” I told his agent. I’d heard vague stirrings about Vollmann’s gargantuan undertaking, in the same way I imagine London studio engineers were hearing about Sgt. Pepper’s in the winter of 1967. The book was said to be an attempt to define a philosophically coherent set of moral coordinates for when violence was acceptable. Many houses had already rejected it, which was why its fate had fallen to a 26-year-old greenhorn such as myself. And now here I was, marshaling the entire assistantariot of Henry Holt to help me print the thing out.
A week later, I went to my boss and told him I thought we should do it. He’d read enough to agree, provided we could get Vollmann down to 1,500 manuscript pages, which was, given Vollmann’s chosen font (I had taken to calling it American Miniscule) actually more like 2,000 manuscript pages. I knew enough about Vollmann to guess at his thoughts concerning the general barbarity of editors and believed my best shot was to convince him how much I loved the book and how sincerely I believed it would benefit from compression. One Monday afternoon, he heard me out over the phone. Our conversation ended with him saying, “This subject is too important for truncated treatment.” Only while riding the subway back to Brooklyn that night did it occur to me to laugh. In 2003 McSweeney’s published a handsomely slipcased, seven-volume edition of “rurd” (as it’s known to Vollmann fans), which was a finalist for the National Book Critics Circle Award. Two years later, Vollmann finally consented to publish a “truncated” one-volume RURD, through HarperCollins, though he did so, by his own admission, for the money alone. Today, copies of the McSweeney’s edition can go for close to $1,000 on Amazon.
Fourteen years after our phone conversation, Vollmann and I walked down a quiet street in Sacramento, California, on our way to pick up shelving wood from Burnett & Sons, a lumber mill close to Vollmann’s studio. As we moved through sawdust-spiced air, the man I was now calling Bill smiled to remember his and my long-ago talk. I wanted to know: Did I ever have a shot at convincing him to shorten the book? “Nah,” he said.
Although Vollmann these days sports the punctilious mustache of a maître d’, he still resembles the baby-faced boy wonder readers first encountered in his shocking late ’80s author photo, in which he affectlessly held a pistol to his own head. Vollmann is a man of forbidding reputation, to say the least, which is why his speaking voice—as polite, deep, and expressive as someone selling you a vacation over the phone—so surprised me. He takes obvious pleasure in speaking, especially when he can add some mischievous wrinkle to whatever is being discussed: “Well, Tom, you see, the thing with that is this.” You get the feeling he might have been a wonderful grade-school teacher in another, much weirder dimension.
Vollmann has often been linked to Jonathan Franzen, Richard Powers, and David Foster Wallace, which makes a good amount of literary and cultural sense. Not only are or were they all friendly; they also share Midwestern roots and began publishing at the same time, in the mid- to late-’80s. They were initially hailed as heirs to the cogitationally sweaty tradition of Thomas Pynchon and John Barth, writing fiction perceived as formally or intellectually challenging. In the intervening decades, Franzen became something like America’s foremost novelist of middle-class manners; Powers has become our go-to seismologist on the fault line between literature and science; Wallace, following his 2008 suicide, is now widely regarded as a literary saint. For his part, Vollmann began as an uncompromising visionary drawn to equally uncompromising material, and though he has mellowed as a man, his subject matter has, if anything, grown even more confrontational.
This month, Vollmann’s twenty-second book, Last Stories and Other Stories, will be published by Viking. Not many writers could convince a large, multinational publisher to go forth with a 680-page short-story collection about death, putrefaction, ghosts, and cancer, but Vollmann’s career has never really cohered to any preexisting template. This is to say nothing of his attendant identities: war correspondent, traveler, accomplished visual artist, parking-lot owner, gun lover (“I believe that the second amendment is really wonderful,” he once told an interviewer), privacy advocate, and champion of homeless rights. We passed numerous homeless people while walking to his studio, including a legless man in a wheelchair with a milky, unwell eye, to whom Vollmann bid a hale, “Hello! Good morning!”
I’d been in Sacramento a day and already noticed the pervasiveness of its homeless problem. The city seemed like California without the masks or pretense: a place where dreams were occasionally made but mostly torn apart. When I asked Vollmann why he’d chosen to live in Sacramento, he said, “Well, Joan Didion used to live here.” Then he laughed. The truth was more banal: His wife, an oncologist, got a job in Sacramento about twenty years ago. “Space was cheap,” he said. “So I made the best of it.” Vollmann told me one benefit of Sacramento was not being part of any literary hothouse. (Vollmann’s closest literary friend is Franzen, though, as he was sad to admit, they hadn’t been in touch in some time. Franzen tells a hilarious story of being a young writer in New York, meeting Vollmann, becoming fast friends, and inaugurating a draft swap. A while later, they exchanged work. Franzen gave Vollmann a dozen chiseled pages. Vollmann gave Franzen an entire novel.) In Sacramento, Vollmann said, he was merely “a guy named Bill who writes books.”
Vollmann’s studio, which he has owned for the last ten years, was once a corner-occupying Mexican restaurant called Ortega’s. Its windows are barred and curtained; its back door is fenced off, festooned with PRIVATE PROPERTY signs, and crowned with razor wire, which, he said, made him “feel like the Omega Man trying to keep the vampires out.” Vollmann cheerfully described the surrounding neighborhood as “bad,” and robbery remains a worry. Even so, he loves it here. Over the last few years he has had several offers to buy the studio. “I hear out their offers,” he said. “Then I ask for two million dollars.” What if some buyer went ahead and offered him $2 million? “I’d ask for five million dollars.”
It has been said that Vollmann works 16 hours a day, every day. To my relief, he refused either to confirm or deny this. “I’m going to be fifty-five in July,” he said with a sigh. “I’m a little less productive, a little less focused.” His studio, in which he both paints and writes, is a de facto home, complete with a bedroom, shower, men’s and women’s bathrooms (this, and the fact that his bedroom closet is an old meat locker, are the most obvious artifacts of the space’s previous identity), and a kitchen stocked with food and good whiskey. Most significant for Vollmann’s productivity, and peace of mind, was his studio’s lack of an Internet connection. In fact, Vollmann never uses the Internet. “I tried ordering from Amazon once,” he told me. “I was almost all the way through and then they wanted my e-mail. I couldn’t do it.” Along with the Internet and e-mail, Vollmann also foregoes cell phones, credit-card use, checking accounts, and driving.
Half of Vollmann’s studio felt like a proper gallery, with finished pieces handsomely framed and displayed. The other half was split into what looked like a used bookstore on one side and a struggling industrial arts business on the other. I imagined Vollmann had a gallery somewhere that showed his stuff, yes? Actually, no. “I’ve had a couple of photographer friends who have shows,” Vollmann said. “Every time, they always end up impoverished.” He employs “a couple dealers” who sell his work to various institutions, but he considers his studio a “perpetual gallery.” Vollmann gets additional income from Ohio State, which has been buying Vollmann’s work and manuscripts for several years. Vollmann has no idea why Ohio State has shown such interest in his work, but he’s grateful to the institution, which has been paying the mortgage on his studio for the last decade.
He began our tour proper while a dinging train from the city’s light-rail line rumbled by, just feet from his curtained windows. Woodcuts, watercolors, ink sketches, silver-gelatin black-and-white photographs, portraits. “Gum-printing is a nineteenth-century technique,” he told me. “It’s the most permanent coloring process. But it’s slow, and toxic. … I also have this device here, which is based in dental technology. … It’s like a non-vibrating, very high-speed Dremel tool. … This was originally drawn with pen and ink, and then I had a magnesium block made with a photo resist.” Some of the pieces he showed me were complete; most were not. He estimated that he has “dozens and dozens” of pieces going at any one time.
Vollmann’s most important artistic influences are Gauguin and what he described as the “power colors” of Native American art. His other inescapable influence is the female body. The majority of Vollmann’s visual art centers upon women generally and geishas, sex workers, and those he calls “goddesses” specifically. Usually they are nude. From where I was standing I counted at least two dozen vaginas, their fleshy machinery painstakingly drawn and then painted over with a delicate red slash. Vollmann uses live models, so every vagina within sight is currently out there right now, wandering the world.
We walked over to a shelf lined with paintbrushes in old moonshine jars and little acrylic tubes of paint as hard as toothpaste fossilized. Vollmann held out blocks of Norwegian wood into which he’d carved Norse runes and which he’d translated himself: “It took me a ridiculous amount of time, hours and hours … but I had a blast.” The wood was given to him in exchange for his attendance at a Norwegian literary festival, along with his sole other request: Norwegian women willing to pose nude for him. One of the women who volunteered was an archaeologist in charge of excavating a site related to the worship of Freya, the Norse goddess of love, beauty, and war. “I wanted a Freya,” Vollmann said, “so that’s who we got.”
Finally, Vollmann removed some sketchbooks from their protective plastic covers and set them down on a table for me to look at. Vollmann’s sketchbooks, naturally, were about three feet by two feet across; turning a page was like opening a door. His Arctic sketchbook had page after page of beautifully hand-drawn and water-colored portraits of Inuit people, northern landscapes, and walrus hunts. They were exquisite, which I told him. “Oh, thanks!” he said. “I had fun.” A sketchbook from Southeast Asia was thumped down before me. These were less colorful, and many were simple pen-and-ink portraits. The subjects were all sex workers. Vollmann explained that to fill up the back pages he’d encouraged the women to draw pictures of him. Some of the women, I observed, were quite skilled. “Yeah,” he said. “They had fun!” The last sketchbook he showed me was titled The Best Way to Smoke Crack. (Once, when asked by an interviewer if he had ever smoked crack, Vollmann memorably responded, “I guess that I would say that I have.”) I paged through a run of despairing watercolors depicting crack-addicted San Francisco sex workers. Vollmann stopped me when I came to a portrait of a woman languid on a hotel-room bed, a crack pipe beside her. The subject of the portrait, Vollmann told me, loved to steal his red paint and use it as lipstick, even though Vollmann warned her the paint was carcinogenic. According to Vollmann, she laughed off his warning, saying that something else was bound to get her. “And she was right,” Vollmann said. “I heard she got strangled.”
When I asked about his infamous fascination with sex workers, Vollmann said, simply, “I love and admire them.” In another interview, he’d gone so far as to describe sex workers as “almost like saints.” Here, even the most liberal-minded will have their qualms. But Vollmann believes that, once one sheds any crypto-Christian assumption that sex must have a context deeper than pleasure, it becomes difficult to regard paying a consenting sex worker as all that different from paying a masseuse or psychotherapist. In the end, it’s intimate labor, professionally applied. “I’d say there are almost as many different kinds of sex workers as there are different kinds of women,” Vollmann told me. “I think, ‘Well, how different is that from what I do—just running around worrying about how to finish paying off my mortgage?’ I’ve never really answered that.”
By his own account, Vollmann started hanging around sex workers as a way to get to know and better understand women. He first wrote about the subject in The Rainbow Stories, which is the kind of book Mark Twain might have written after smoking crank and hanging out with skinheads for six months. Like Twain’s travel writing, or Isaac Babel’s Red Cavalry stories,Rainbow is an amalgam of unlabeled fiction and nonfiction. It has several running threads, one of which is its narrator’s pith-helmeted investigation into the lives of street prostitutes. After many harrowing passages, a footnote will summon one’s attention down to the bottom of the page: “This paragraph cost me seven dollars,” or “This revelation cost me twenty dollars.” One story, sub-chaptered “While Trying Unsuccessfully to Make Ginger’s Cunt Wet,” features a narrator who self-identifies as Bill and appears to be Vollmann himself. Bill calls an escort service, finds himself with Ginger, and is doing as advertised. A supremely unmoved Ginger suddenly asks him, “Do you like camping?”
Butterfly Stories was Vollmann’s first book-length plunge into the world of prostitution. Vollmann has described it as “strictly a novel … based on documentary research with prostitutes,” a phrase (as he knows) that can be interpreted any number of ways. The novel began as a nonfiction piece forEsquire about the Khmer Rouge’s killing fields, but appended to that piece was a long, bonkers travelogue starring two journalists whore-mongering their away across Southeast Asia. Guess which part Esquire chose to publish? Shortly after the magazine hit the stands, Vollmann told me, “I was visiting my grandfather, and my mother and sisters were crying. My father took me down to the basement and said, ‘Bill, do you have AIDS? Have you been sleeping with prostitutes?’” When I asked whether Esquirehad published the piece as fiction or nonfiction—in Butterfly Stories, the main character, called “the journalist,” eventually contracts HIV from an illiterate Thai prostitute—Vollmann shrugged and said, “I don’t know what it was published as.” Butterfly Stories reads like Henry Miller de-romanticized and poxed with STDs, with the added looming specter of Cambodian genocide. Its appalling central character ponders, at length, his predatory nature with illiterate, impoverished prostitutes and wallows in sexual crapulence. Despite or possibly because of that, the book ranks high among the most grimly riveting things Vollmann has written.
Vollmann’s most serious artistic statement on sex workers, and their clients, is The Royal Family, a gargantuan novel about a private investigator chasing the so-called Queen of San Francisco’s prostitutes. Running at 800 generously text-crammed pages, and containing 593 chapters, the book lingers at a hypnotic remove from its nightmarish narrative material. It’s also a moving and humane book, not only in how it handles its fucked up characters but also in how it presents itself to readers, for it eschews many of Vollmann’s formal pyrotechnics. There are, however, several sections that make it quintessentially Vollmann: an astonishing “Essay on Bail” (a piece of nonfiction originally commissioned, and then rejected, by San Francisco Magazine), a marvelous prose poem called “Geary Street,” and the unendurably vivid confessions of a pedophile named Dan Smooth. One astute reader of the book imagined, probably correctly, that had it been shorter, less gruesome, and better emphasized its private-eye elements, it might have become a “blowaway detective best-seller.” As it happens, Vollmann took a lower royalty on the book in exchange for not having it edited.
Standing with Vollmann amid his many portraits and paintings of sex workers, I asked him how his wife and teenage daughter felt about his subject matter. “Oh, they’re used to it,” Vollmann said. His daughter was particularly gleeful when Vollmann went public with his “thought experiment” inhabitation of “Dolores,” a transgender woman, whom Vollmann discusses exclusively in the third person. There were quite a few photos and portraits of him as Dolores around his studio. And his wife? How did she feel about Dolores? Vollmann was silent for a moment. “She was not impressed,” he said. “When I started doing the Dolores stuff, it was really fun because I thought, ‘Now I can exploit the hell out of this person. I don’t have to worry about ethics. I can show this woman as she is or whatever she is, in all her ugliness and vulnerability and vanity, and she has nothing to say about it.’ ” Like his earlier artistic excavation of sex workers’ lives, Dolores was Vollmann’s gambit to place himself in closer psychic orbit to women. As he put it, “Until I started doing the cross-dressing, I had no idea of what it was like to go out into the night and be afraid. That is what a huge portion of the human race has to go through, and I really get it now.”
Vollmann admitted that, after he went public with Dolores, some of his friends “were really disgusted.” This only underlined his point about what becoming Dolores meant. After a career of hanging out with neo-Nazis, pursuing sex workers, doing drugs, dropping thousand-page books the way Updike dropped short stories, and being suspected of being the Unabomber, Vollmann, without even meaning to, had managed to cross the last line of decorum. He had dared to abdicate his masculinity.
As for being suspected of being the Unabomber, William T. Vollmann was suspected of being the Unabomber. He discovered this accidentally, after he requested his FBI file, for a piece he was writing for Harper’s about privacy. His FBI file is 785 pages long; only 294 were released to him. When Vollmann first discovered he was a Unabomber suspect, he thought: “ ‘Wow, this is really fun!’ I bustled about telling all of my friends. Then I started reading more of it.” He’s still angry that the content of his fiction was marshaled against him. His novel Fathers and Crows, for instance, is about the clash between the Iroquois and the first French missionaries to what was then called Kebec. An FBI operative rather ambitiously deduced that its title had something to do with the “FC” the Unabomber was known to scrawl on his bombs. “Fathers and Crows,” Vollmann said incredulously, “which took place in seventeenth- century Canada. It was outside what’s now the U.S. in a time before there was the U.S. It was evenhanded, I thought, about Iroquois and Jesuits. [But] they were saying, since he supports the Iroquois torture of the missionaries, he’s clearly in favor of terrorism.” (Not everything the FBI said about him was unkind, or not exactly unkind: “By all accounts, VOLLMANN is exceedingly intelligent and possessed with an enormous ego.”)
Vollmann’s politics, which are both coherent and somewhat bananas, run toward big-hearted Libertarianism—except when it comes to the environment. “The more I see of unregulated coal and nuclear companies,” he told me, “the more I think, ‘Boy, do we have to watch those people.’ ” At the same time, he believes we are living in a growingly consolidated police state that will only get worse. The Internet, he told me, “is partly about government surveillance, and I have to reject that, given my hatred of authority. It’s partly about helping these corporate types make money from me, which involves surveillance and targeted ads, and I have to reject that also.”
These are not the fulminations of a department-chair radical. Vollmann is one of very few American writers who can claim to have fallen under concerted government surveillance based on nothing more than what he thought and wrote. Today, he’s fairly certain his calls are still monitored; on one occasion, his studio’s security system was remotely hacked into, possibly, he says, by Homeland Security. As a private investigator told him, “Once you’re a suspect and in the system, that ain’t never going away.” Indeed, after the arrest of Ted Kaczynski, the actual Unabomber, Vollmann was upgraded to a suspect in a different case involving mailed anthrax.
“What’s discouraging,” he said, “is that I don’t get a lot of mail. My poor Japanese translator has practically given up writing to me. One year, she sent me so many postcards. I never got one.” Perhaps the strangest thing about all this is Vollmann’s estimation that he’s made tens of thousands of dollars writing and lecturing on privacy around the world since he went public with his FBI case file. It amounted to a rather ambiguous endorsement of the American Way: We’ll investigate you, we’ll put you under secret surveillance, and we’ll steal your mail, but we’ll also make you rich when you accidentally find out about it, provided you’re famous.
Vollmann tried to be characteristically charitable when imagining the FBI’s interest in him: “One reason that the FBI thought I might be the Unabomber is that I believe probably the thing most likely to save us, and save the planet, would be a massive epidemic. Because we can’t regulate ourselves. If fifty percent or ninety percent of the humans died, maybe the rest would be better off. Would I push the button to release the virus? Probably not.”
I listened for the off-white silence of the FBI bug planted somewhere around us, possibly behind one of Vollmann’s effulgent paintings of a vagina. Then, smiling, I pointed out that Vollmann said “probably not,” not “absolutely not.”
Vollmann held up his hands. “I’d have to think about it.”
In On Becoming a Novelist, the classic primer on fiction writing and writers, John Gardner argues, “A psychological wound is helpful, if it can be kept in partial control, to keep the novelist driven.” If true, Vollmann was well prepared for the writing life. Like Gardner, who accidentally ran over and killed his younger brother, Gilbert, with a tractor, Vollmann lost his six-year-old sister, Julie, to drowning when she was left in his youthful care. This has understandably gripped Vollmann’s imagination ever since, and he has written several books and stories in which pursuing and rescuing a woman is the central driving impulse. In the mid-’90s, a reviewer brought up Vollmann’s compulsive attraction to human conflict—he has covered war as a journalist, but also ran off to fight the Soviets with the mujahedin in Afghanistan when he was in his early twenties—and wondered if it all wasn’t some veiled suicide mission to join his sister. That could not have been an easy judgment to read, much less ponder.
Vollmann was born in Santa Monica in 1959. He moved to New Hampshire as a child and later to Bloomington, Indiana, where he went to high school. By all accounts, Vollmann did not have a happy childhood, at least when it came to other children. He describes the authorial stand-in of one book passing the time during his childhood “by reading and dreaming alone or by watching others, wishing that they liked him,” and in the afterword to Dalkey Archive’s reissue of the Yugoslavian writer Danilo Kis’s trim masterpiece, A Tomb for Boris Davidovich, Vollmann mentions being “beaten up on the school bus two or three times by big, tall, stinking boys,” who were outraged by his book-reading.
Vollmann credits his father, a business professor, with giving him the encouragement he needed to pursue the life he wanted for himself: “He would always say, ‘Bill, if it’s not easy, lucrative, or fun, don’t do it.’” Even so, Vollmann’s career as a writer very nearly didn’t happen. His first book,Welcome to the Memoirs, an account of his failed effort in Afghanistan, went unpublished (the version Farrar, Straus and Giroux published years later asAn Afghanistan Picture Show was a much-revised version of the unsold manuscript), and for years he got nothing but “rejection upon rejection” by American editors and agents. “I think it was such a fluke that I got published at all,” Vollmann told me.
Anyone who’s taken a lot of creative-writing classes, or taught creative writing, has learned to dread a certain kind of manuscript. It’s long, for one thing; it has irritatingly small type; it’s grammatically meticulous when it comes to everything but punctuation, for which it has developed its own system of Tolkienic elaboration. An unagented manuscript of roughly this description landed on the desk of Esther Whitby, an editor at the British house André Deutsch, in 1985. Rather than do the sensible thing and reject it, Whitby went ahead and published You Bright and Risen Angels, Vollmann’s bizarre fantasia of insect war. It reviewed well and finally garnered Vollmann an American publisher. He published his next six books acting as his own representation and sought the eventual help of his agent, Susan Golomb, only because dealing with foreign rights became unmanageable. The early critical success did nothing to dissuade Vollmann’s view that his personal vision for his books trumped all other considerations. As he has often said, the money you’re paid for your writing is never enough. Therefore, why compromise?
A number of Vollmann’s books, I believe, would be better if they were shorter, sometimes much shorter. At the same time, the unaccommodating nature of Vollmann’s books is what many of his readers respond to. His books are too long in the way the Petronas Towers are too tall, the way foie gras is too rich: the manner of their excess is central to their essence. Vollmann is neither a readers’ writer nor a writers’ writer but a writer’s writer, which is to say William T. Vollmann’s writer. The point he comes back to in conversation, again and again, is how fortunate he has been to maintain his independence in a literary culture that can be hostile to such independence. “The reader that I write for will be open to beautiful sentences and will try to see why I’m doing what I’m doing,” he told me. “That’s the reader that I love and the reader who loves me.” I’ve read a great number of Vollmann’s books, but I’ve skipped around in many of them, too. Fathers and Crows is one of my favorites, yet I’ve read less than half of it. You don’t go to Vollmann for structure or old-fashioned storytelling; you go to Vollmann for the sentences, the mood, the experience. You go to Vollmann for the same reason certain people chase storms.
Vollmann’s public stature as a writer expanded following two events in the early ’90s. The first was the publication of the opening volume of Vollmann’s proposed mega-novel, Seven Dreams: A Book of North American Landscapes, which had its genesis, naturally enough, in Vollmann’s fascination with sex workers. While researching The Rainbow Stories, he found himself standing outside numerous convenience stores and gas stations, “where the whores were doing their business. I thought to myself, ‘What was the country like before all the parking lots were here?’”
Every book in the Dreams cycle dramatizes a particular epoch in the ongoing cultural collision between North America’s native peoples and its European colonizers. The books are rich with Norse, Huron, Iroquois, and Inuit myth; are filled with excursions into Catholic theology and European history; and contain beautifully observed descriptions of landscape, clothing, and weapons. In 1991, Vollmann predicted it would take him “at least ten years” to finish Seven Dreams. Twenty-three years later, he still has three books to deliver. He has written, and published, the cycle out of order, admitting that his work on the project has often been “so sickeningly depressing” that he has “deliberately interrupted the work” by writing other—often longer and equally depressing—books. On top of that, his devotion to on-site research has forced him to expensively travel to and inhabit the varied landscapes of his fictional dreams, sometimes at great personal peril. While researching The Rifles, his sixth Dream, which concerns John Franklin’s doomed quest to find the Northwest Passage, Vollmann almost froze to death in the Arctic.
Not all of Vollmann’s Dreams are successful. Argall, the fourth and most recently published Dream, about Pocahontas and John Smith, is written in an exhausting parody of Elizabethan language. At their worst, Vollmann’sDreams read like the 4 a.m. ravings of an insomniac associate professor of history in the middle of Nebraska. At their best, the Dreams have an unstoppably mad Melvillian energy. While Vollmann’s earliest books were spastic and quick-cutting—more like textual slide shows than proper stories—the Dreams are finely crafted watchmaker novels. Every volume has a narrative of daunting complication, corrals unimaginable amounts of historical research, and contains a present-day travelogue narrated by William the Blind, aka Captain Subzero, aka Vollmann himself, who considers his Dreams “simultaneously fiction and nonfiction.”
Vollmann told me that Viking, which has been publishing his Dreams for decades, was currently “sadly contemplating” the publication of The Dying Grass, volume five, about the Plains Indian wars of the late nineteenth century. For the first time in Vollmann’s career, Viking had begun to impose page limits in his contracts. For The Dying Grass, the page limit was 700. “I gave them 2,100 and they weren’t super happy,” he said, “so I corrected it to 2,300.” According to Vollmann, the book is composed mostly of dialogue. “It looks like a concrete poem,” he said, “because I treat the printed page as a stage. Since we read from left to right, there might be dialogue which is occurring, say, on the left-hand side of the page, and then maybe in the middle part of the page people are thinking what they actually think as they talk to each other.” It sounded a bit like William Gaddis, except more insane. I asked what would happen if Viking rejected it, which Vollmann knew was a possibility. He shrugged. “If they want to reject it, they can. Of course, I will be quite sad and worried about making a living.”
The other defining event of his early career happened while he was covering the Bosnian War for Spin magazine in 1994. Vollmann was traveling in a rental car, near the city of Mostar, with his interpreter and a childhood friend who, like Vollmann, was a freelance journalist, when their car either hit a land mine or came under sniper fire. Vollmann’s memory of the incident is clouded by trauma, but he remembers “two sharp reports and small holes in the windshield.” One of the bullets, Vollmann believes, struck one friend in the heart, while the other struck his remaining friend in the head. Afterward, he said, Muslim snipers came running down the road, laughing and waving their rifles. Vollmann sat in the back seat, convinced he would be next. When the snipers realized Vollmann was an American, and that the men they had just shot were not Croatian saboteurs but journalists, the mood very rapidly changed, and the Muslims began to suggest to the still-dazed Vollmann that his friends had hit a landmine. When the American ambassador and Vollmann returned to the site the next day, “the authorities there had prepared some kind of a diagram saying it was a mine trap, there were these two mines. The car looked much worse than I remembered it.” He suspects all this happened to avoid an embarrassing international incident, as the Muslims of Bosnia were greatly hoping for American protection. “They just made a mistake,” Vollmann told me. “It was no one’s fault.” Rising Up and Rising Down is dedicated to the memory of Vollmann’s friends, and his account of the incident in that book is as elegantly horrifying as Orwell’s account of being shot in the throat in Homage to Catalonia.
The best piece in Last Stories, his new book, is “The Leader,” a lightly fictionalized third-person account of Vollmann’s return to Mostar 20 years after the incident that claimed his friends’ lives. It’s often harsh and unsparing: in it, the brother of Vollmann’s childhood friend, here called Ivan, attacks Vollmann’s stand-in for having had the misfortune to survive. “And now you’ll cash in,” the grieving brother predicts. “You’ll have your dramatic story.” Vollmann declined to discuss much of this with me, due to the poor relations he continues to have with the families of his dead friends (to which he seems forlornly resigned), but he did say he was pleased with the note of hopefulness that creeps into “The Leader” ’s last few lines, which provide a rare glimmer in a book whose skies are otherwise gray and unbroken.
That he’d write such a crepuscular book isn’t a wild surprise. In 2004, he had a serious bike accident, and later that year suffered the first of several strokes, which left him unable to read, write, or speak properly for months. (Vollmann believes they may have been brought on by work- and finance-related stress.) It took three years for Vollmann to feel normal again, after which his beloved father died. In the aftermath of all this, Vollmann found himself staring into what he describes in Last Stories as his “lovely wall of ill.”
The Vollmann of the early books was a bomb-throwing polymath determined to bring the novel, with its many formalities, to its knees. Last Stories is something else. There are ghost and horror stories here, parables, tales, and tender, more memoiristic stories, all enriched by Vollmann’s travels to the Balkans, Scandinavia, Japan, Trieste, Bohemia, Buenos Aires, Mexico. It’s less a story collection than a dozen interrelated mini-novels wrapped around various continents. Many of the stories have an antiquated, vaguely middle-European feel to them. Back in the early ’90s, one would have hardly imagined the author of You Bright and Risen Angelsor The Rainbow Stories to one day seem so continental, so old-fashioned, but then Vollmann describes something fantastical, such as the Madonna descending into Hell, and he reminds his readers how capable he remains at launching the champagne cork of his imagination clear across the room:
Through those depths Our Lady now flew, her alabaster face downcast, her lips parted as if she might even breathe, and amidst shiny ebony snails and pale green night-leaves she found both Lilith, who had been stalking a child’s nine-hundred-year-old beetle-sized ghost, and Giulia, who was cowering in a temporarily vacant vampire hole. Gathering them both up into her arms, so that they nearly warmed the still Christ child she also carried, the Madonna ascended three hundred and thirty-two flights of stairs, each step paler and less nitrous than the last.
Vollmann has never been one to make the grotesque lyrical. When one of his characters in Last Stories makes love to a skeleton, he imagines his way through the procedure, painful abrasions and all. While there are numerous resurrections in Last Stories, what happens after the moment of death remains a mystery even to his dead. As one of Vollmann’s resurrected characters complains of the living: “It upsets me that everyone up here mentions the future so unemotionally. Why don’t they scream death, death, death?”
Vollmann stressed that in writing Last Stories, he really wanted to face up to death’s psychological challenges. Death, he said, “is nothing, and therefore the only way we can engage with nothing is to personify it … to invent.” For Vollmann, facing up to the inevitability of death involves remembering the orange he ate in his Bosnian rental while his friends sat dead in the front seats. “It was a hot day,” he said. “I was really thirsty. I ducked down and I was peeling one of these oranges and thought, ‘This is probably the last thing I’m ever going to eat.’ ” Twenty years later, when he gets upset about something, he wills himself to remember that orange and the strange reassurance it offered. Any type of permanent consciousness in the afterlife would, he believes, inevitably devolve into torture, and there would be no parting orange to leaven it. Consciousness is to our mortality what beer is to Homer Simpson: the cause of, and solution to, all our problems.
“Where does consciousness come from?” Vollmann asked, and it took me a moment to recognize he really was asking. I told him I didn’t have the faintest idea. Neither did Vollmann. “It makes no sense to me. None of it makes sense. It’s all preposterous, no matter how I look at it.” I reminded him that his first novel, You Bright and Risen Angels, seems to suggest that the collectivist social intelligence of insects might be preferable to the disquieting solitude of human intelligence—and it was possible that Vollmann spent more time alone in his head than any other living American writer. “Maybe,” he said, “it’s not so bad to be a social insect.”
The next morning, Vollmann’s model, Lindsay, arrived by bus from San Francisco for her session. “Hey, Goddess,” Vollmann said warmly. “Did you bring a robe?”
Lindsay, a former exotic dancer in her mid-thirties, had not brought a robe. Vollmann suggested that she wear one of Dolores’s robes. “Dolores doesn’t mind,” Vollmann assured her. “She likes it.” While Lindsay went off and changed, Vollmann asked me if I wanted to pick out the music for today’s session. That meant digging through the twin towers of Vollmann’s compact-disc collection. Vollmann’s tastes ran to classical and ’70s-era thought rock: Bowie, Randy Newman, Jethro Tull. After looking through his discs for a while, I said Lindsay should probably pick the music. Once she came back out, barefoot in a thin black and white dress (“You look much prettier in that than Dolores does,” Vollmann said, “but how could you not?”), she popped Lou Reed into Vollmann’s Silurian disc-playing boombox.
He arranged before him the three paintings of Lindsay he was currently working on. One was a portrait, one was a nude, and another was a more impressionistic rendering of her as a gold-sequin-clad angel. All would receive “another layer” today. He’d been at work on these pieces for several months; he’d seen Lindsay at least six or seven times in the last year. Lindsay was a professional sitting model these days; when I asked how many people she sat for, she laughed and said, “Quite a few!”
Then Vollmann began painting. Once again, he told Lindsay she looked beautiful. How salacious—how Terry Richardson—this must sound: an artist repeatedly telling a younger model how beautiful she looks while he paints her in his studio. But it didn’t feel that way to me, and Lindsay pretty clearly adored Vollmann. The afternoon before, at lunch, Vollmann told our waitress he had a question: “How did you get so darn beautiful?” Our waitress, an utterly normal-looking person, laughed and thanked Vollmann for noticing. It felt like a dorky, sweet encounter, but, again, I have no idea how it felt from her end. A man who constantly compliments women could be seen as wielding power over them, especially in social situations shaped by payment or gratuity, which I think is true whether we as men are aware of it or not. “I’ve never seen a woman who isn’t beautiful,” Vollmann said, as he painted. “When I talk to guys who say they had to dump their wives when she turned forty, I always think, ‘Why?’ ” Vollmann would keep on living in his world of clumsy, sword-bent gallantry.
Vollmann’s attitude about how he’s perceived by others is simple. He doesn’t care. Here he is, painting a naked woman in front of a journalist. Whatever you think that indicates is of no concern to Vollmann. I will admit to finding this calculated diffidence seductive. The morning before I visited Sacramento, I habit-checked my Amazon ranking on a book that came out seven months before and helped a friend fretting over the precise wording of a tweet he wanted to send to his 400 followers. Twitter, Amazon, Facebook: so many writers have turned to these platforms and opportunities, if only out of grim self-promotional necessity. They allow us the illusion of tracking the fortunes of our careers in something close to real time. It would be interesting to find and interrogate the first American writer who thought this would be a good idea. When I told Vollmann how impressed I was by his determination to write exactly what he wanted, with no fear of reprisal, he shrugged and said, “I’m sure it helps that I’m not on the Internet and I don’t know what they say.” Writing is as much a struggle to control what gets into one’s head as it is to transform what comes out.
Now Vollmann was mixing up the acrylic paint—mostly blues, whites, and yellows—he’d use to touch up Lindsay’s hair. During their last session, he said, “I didn’t worry at all about color. Just tone.” Vollmann peeked around his canvas at Lindsay. “Goddess, what do you think is your most beautiful feature?”
Lindsay thought for a moment. “I think my nose.”
Vollmann was using a thin brush to add some blue shadow along his Lindsay’s jawline. “And why is that?”
“Because I used to hate it, but then I figured I’d better like it, because it’s in the middle of my face.”
Vollmann laughed. “That’s a good reason.”
She asked him what his favorite part of his body was.
“I think my hands,” Vollmann said.
“You have nice hands.”
“I know!”
Now Vollmann was working with yellow and blue to capture the light on his Lindsay’s face. “What’s the worst thing that ever happened to you as a stripper?”
Lindsay sighed. “I’d have to sit down and make a list.”
I asked if either of them had seen George W. Bush’s recent self-portraits and dog paintings. To my surprise, neither of them was aware that Bush had been painting. To my even greater surprise, both voiced their unwavering support for George W. Bush, Water Colorist. “Good for him!” Vollmann said. “I try to separate the art from the artist,” Lindsay said. Suddenly Vollmann was urging me to set up an easel next to him and paint Lindsay, who was now naked, for myself. I thought: Why shouldn’t Bush paint? Why shouldn’t I try?
With a fine brush, Vollmann was lining the underside of his Lindsay’s breasts with blue paint. “You look at someone’s skin,” he said, “and you realize, ‘Oh, there are way more colors here than I thought.’ ” He took a break, and when I looked at the paintings again, ten minutes later, I noticed they seemed different. Vollmann was across the room, in his kitchen. “The tones changed,” he called over. “It’s the most fascinating part of this. As things become less liquid, everything—all the colors—shift around.” He uncorked a bottle of Ardbeg whiskey. “Well, Tom—what could be better than this? Kicking back in an air-conditioned room and looking at a beautiful woman?” He poured us both a dram and walked back over. “Now, Goddess,” he said to Lindsey, “how about stretching out your beautiful arms?”
– Notebooks – Tennessee Williams (versión original en inglés)
Estado: nuevo.
Editorial: Yale University Press.
Editor: Margaret Bradham Thornton.
Precio: $500.
Tennessee Williams’s Notebooks, here published for the first time, presents by turns a passionate, whimsical, movingly lyrical, self-reflective, and completely uninhibited record of the life of this monumental American genius from 1936 to 1981, the year of his death. In these pages Williams (1911-1981) wrote out his most private thoughts as well as sketches of plays, poems, and accounts of his social, professional, and sexual encounters. The notebooks are the repository of Williams’s fears, obsessions, passions, and contradictions, and they form possibly the most spontaneous self-portrait by any writer in American history.
Meticulously edited and annotated by Margaret Thornton, the notebooks follow Williams’ growth as a writer from his undergraduate days to the publication and production of his most famous plays, from his drug addiction and drunkenness to the heights of his literary accomplishments. At one point, Williams writes, “I feel dull and disinterested in the literary line. Dr. Heller bores me with all his erudite discussion of literature. Writing is just writing! Why all the fuss about it?” This remarkable record of the life of Tennessee Williams is about writing—how his writing came up like a pure, underground stream through the often unhappy chaos of his life to become a memorable and permanent contribution to world literature.
– Perfidia – James Ellroy
Estado: nuevo.
Editorial: Mondadori.
Precio: $500.
Seis de diciembre de 1941. Estados Unidos se encuentra al borde de la Segunda Guerra Mundial. La última esperanza de paz salta por los aires cuando los escuadrones japoneses bombardean Pearl Harbor. Hasta ese momento, Los Ángeles ha sido un refugio inestable para los americanos japoneses, pero ahora la locura de la guerra y una creciente escalada de rencor se apoderan de la ciudad. En este ambiente de miedo y sospecha, el hallazgo de los cuerpos sin vida de una familia nipona de clase media pondrá sobre el tablero a una multitud de personajes: el astuto y ambicioso capitán del departamento de policía William H. Parker, el brillante químico forense japonés Hideo Ashida, una jovencísima y atrevida Kay Lake, el ex boxeador Lee Blanchard, el policía Bucky Bleichart y el detective de homicidios irlandés Dudley Smith, todos ellos viejos conocidos de las novelas anteriores de Ellroy.
Con Perfidia, Ellroy regresa a los escenarios de su ciudad natal y al universo de su famoso Cuarteto de Los Ángeles, y nos presenta a muchos de sus personajes -ficticios y reales- cinco años antes de aquello. Perfidia es el primer volumen de lo que será un nuevo cuarteto que recorrerá toda la Segunda Guerra Mundial.
– Vivir afuera – Fogwill
Estado: nuevo.
Editorial: El Ateneo.
Precio: $300.
Apenas unas horas en la vida de sus personajes le alcanzan a Fogwill para trazar un mapa descarnado y a la vez fascinante de la Argentina de las crisis. Desplazándose entre el conurbano y la capital, Vivir afuera habla de los territorios más disímiles: el sida, los negocios políticos, las distintas formas que asume la locura, la nueva relación entre policía y delito, las secuelas de Malvinas, el nuevo y el viejo periodismo, la expansión de los cultos evangelistas entre los sectores pobres y también, por qué no, de literatura. Los personajes de Mariana, Gil Wolf (que juega todo el tiempo a convertirse en alter ego del autor sin terminar de serlo nunca), Saúl, Pichi y la Susi -cada uno desde diferentes lugares sociales, a veces enfrentados entre sí- forman parte de un mundo en el que el sexo, la droga y la violencia son la manera más habitual de comunicarse. Todo desde una mirada que mucho tiene de impiadoso y de incorrección política y que es la marca de estilo de un escritor que se ha ido transformando en imprescindible. La falta de concesiones de esta notable novela es a la vez un desafío y un incentivo para aquellos lectores que busquen reencontrarse con una obra con destino de clásico.
Fogwill
(un cuento narcoprostibulario para niños de 4 a 6 años)
Hace una semana paso por la Cuspide de Santa Fe casi esquina Callao.
Entro a buscar algo preciso, concreto. Una de esas pocas novelas argentinas de estos últimos 30 años a las cuales se la puede acusar de ser una novela. Literatura de la buena
La media de la literatura argentina es lamentable.
El grueso una vergüenza.
La buena una excepción.
Ok.
Mi novela esta en camino así que espero con eso al menos mejorar un poco el promedio para arriba. Aunque con tanta chica y chico palermitano y provincianos viviendo en capital escribiendo tan mal ni si Borges publicara hoy Ficciones lograría elevar un poco el nivel general de la peripatetica literatura argentina.
Bien.
Estoy enojado.
Escribiendo en caliente.
Porque tengo que seguir laburando todo el día y si no me saco el veneno de encima me voy a volver loco.
Entre la semana pasada a Cuspide de Santa Fe y Callao en busca de Fogwill. De su novela Vivir afuera.
Hasta hace unos meses atrás tenían varios ejemplares y baratos.
Consulto.
Me dicen que no y se desentienden de mi.
Stop.
Repregunto e interrumpo el laburo del empleado que ya me había descartado y queria cobrarle el librito pelotudo que estaba comprando una mina.
Ok.
Te podes fijar en el sistema si hay ejemplares en otra sucursal.
Se fija.
Hay en dos.
Le pido que me traiga a esta sucursal todos los que hay.
Me mira sin entender.
Los quiero todos.
Lo quiero a Fogwill.
Es una gran novela.
Pedí que te traigan todos los ejemplares para esta sucursal.
Me dice que no puede. Que no se los van a enviar. Pero que puede que si pide le envíen uno.
Le pido que lo pida.
Y le consulto en que otras sucursales hay.
En Ramos hay 4 y en Cabildo hay dos.
Pide uno, le doy mi teléfono para que me avise cuando llegue y me voy.
El domingo viaje luego de mucho tiempo al Conurbano.
Hace tiempo que no piso el Conurbano. Que no quiero pisarlo.
La última vez que lo hice fue una noche horrible.
Ok.
Por ir tras el rastro de una gran novela de Fogwill hago el esfuerzo y voy a Ramos Mejía el domingo a la tarde.
Levanto todos los ejemplares que hay en esa sucursal y desaparezco. Huyo del Conurbano y sus demonios.
Ok.
Faltan los de Cabildo.
Voy el lunes al mediodía.
Cerrado.
Luego me quedo sin liquiidez.
Cero peso.
Así que Quique me va a tener que aguantar unos días para que lo rescate de esa librería de Belgrano tan sin honda como un chupetin de caca de chiguagua.
Ayer me dejan un mensaje en el telefono.
Llego Quique a Santa Fe y Callao.
Hoy me levanto a las 6 de la mañana.
Leo Peter Matthiessen una hora y luego me pongo a laburar.
Salgo a la calle temprano.
Voy a Los Cachorros en Parque Centenario a comprar unos libros y a charlar con su dueño, un viejo lobo de mar.
Gasto mas guita de la que devía.
Estoy casi en cero nuevamente.
Pero tengo merca de la buena.
Y falta Fogwill.
Si falta Fogwill no es merca tan de la buena.
Vamos por Quique.
Se lo que vale esa novela.
No estoy hablando de guita.
La puta de esa novela es inolvidable.
Es literatura 100%.
Ok.
Voy cargado de libro y traspirando y tambaleandome por el peso en busca de los restos diurnos de quicoteputochillon.
Llego a Cuspide.
Saludo al empleado que me atendió la otra vez.
Le pido mi libro que me trajeron de otra sucursal.
Lo busca. No lo encuentra.
Aparece otro empleado que me dice que me conoce pero no sabe de dónde.
Le digo que no lo conozco.
Me mira y dice si estaba en la Feria.
Sí, trabaje en la Feria.
Consulta qué pasa y le explica su compañero que me trajeron un libro de otra sucursal, que el lo vio y que ahora no le ve.
El supuesto encargado busca en el sistema.
Me dice que el libro se vendió hace dos días.
Le digo que me llamaron ayer.
Se vendió, me dice el supuesto encargado y sigue con su laburo.
Y su compañero sigue con el siguiente cliente para facturar un librito.
Ok.
Cuando buscas un libro jamas tenes que creerle a un empleado de librería ni al sistema. Tenes que arremangarte y empezar a dar vuelta la librería y encontrarlo vos mismo.
Busco. Lo busco a Fogwill. Y no lo encuentro.
Vuelvo a la caja.
Pasa un cliente, otro cliente y un tercero y yo parado frente a la caja como si fuera una mosca molesta que anda sumbando en el aire y lo mejor es ignorar.
Le digo al de la caja, disculpame, quiero mi libro.
Me dice que se vendio y sigue facturando.
Bueno hay dos en Belgrano traelos para acá.
Y en lugar de enmendar el error de haber vendido la librería un libro encargado para mi y remediarlo rapidamente llamando a otra sucursal para que me traigan el libro ya sigue facturando libros boludos y me hace esperar cuando sabe que me ha hecho ir al pedo para retirar un libro que no estaba.
Y me caliento.
Y empiezo a los gritos.
Que quiero a mi Fogwill.
Que quiero que enmenden su mal trabajo ya.
El supuesto encargado me pide que no grite.
Cuando me vuelvo loco y me pongo a gritar si me pedis que no grite solo puedo volverme más loco y gritar mas fuerte.
¡Quiero a Fogwill ya!
Solucioname el problema ahora.
Hay ejemplares en otra sucursal traelos ya.
Y el encargado se me para de guantes.
Nos miramos. Tenemos las caras pegadas y sus puños cerrados y me pide que me retire ya.
Yo no se pelear.
Pero evalúo la posibilidad de que me pegue.
El problema lo va a comprar el si me pone una mano encima no yo.
Me acusa de que le estoy faltando el respeto.
Y le retruco que ellos me faltan el respeto trabajando mal y haciendo ir a buscar un libro que cuando lo quiero retirar ya lo vendieron a otro y en lugar de solucionarme el problema trayendo otro ejemplar de otra sucursal se desentienden de mi y pasan a otra cosa.
Y sigo gritando y el tipo que me quiere arrancar la cabeza para que no siga getoniando a los gritos que son unos incompetentes.
Y finalmente me voy a buscar el documento a la esquina que Randaso me dijo que ya lo tenia cocinado y vuelvo a casa enfurecido y te cuento este cuentito.
Dmitri Shostakovich
Lady Macbeth of Mtsensk
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