Estado: impecable (con subrayados de su antiguo dueño, que no afectan a la lectura y no me rompa las pelotas preguntándome si los subrayados son en lápiz o tinta, si usted tiene esa pregunta para hacerme este libro no es para usted).
Editorial: Paidós.
Precio: $1300.
Sin duda una de las más controvertidas y polémicas de la historia cultural europea, la figura de Friedrich Nietzche continúa siendo también una de las más misteriosas y oscuras. Y ello hasta el punto de que, por ejemplo, sólo hoy empieza a aceptarse mayoritariamente que el olvido y el desprecio de sus teorías que se produjo al final de la segunda guerra mundial no respondió tanto, como muchas veces se ha dicho, al hecho de que su pensamiento pudiera haber servido de base parta el desarrollo del fascismo, como al clima de optimismo conformista que invadió entonces la escena europea: nada más contraproducente para ese período de reconstrucción que el vitalista nihilismo nietzscheano.
La loable intención de Werner Ross en esta electrizante biografía, pues, ha sido poner las cosas en su sitio y apelar al lector crítico, independiente. Por ello, el Niezsche que acaba emergiendo de su libro es, sí, el angustiado aspirante a lo sublime que todos conocemos pero también el más influyente representante de esa descomunal crisis de la cultura burguesa occidental que estalló a finales del siglo pasado y continúa vigente aún hoy en día. Nietzsche, de este modo, deja de ser por fin el filósofo quizá peor interpretado de la historia, para convertirse en un pensador extraordinariamente moderno, un creador complejo y atormentado cuyas intuiciones aún se cuentan entre las más fructíferas del debate filosófico actual.
El resultado es una biografía minuciosa, fruto de incontables años de investigación, cuyos objetivos principales parecen ser el equilibrio, la mesura y la brillantez de la narración. El turbulento universo nietzscheano, así, termina encauzándose en los límites de un apasionante relato biográfico y -situado en el contexto de la efervescencia cultural europea de la época- revelándose finalmente en su justa medida: la de una filosofía y una vida más allá de toda regla, más allá de cualquier sistema.
La extraña amistad con Jacob Burckhardt *
Werner Ross
De las relaciones humanas entre Nietzsche y Burckhardt ningún crítico imparcial de su correspondencia y de los demás documentos pertinentes puede ganar la impresión de una verdadera amistad.
Alfred von Martin, Nietzsche und Burckhardt
Es -en palabras de Nietzsche- una amistad de astros, que se debe interpretar con profundo respeto.
Edgar Salin, Jacob Burckhardt und Nietzsche
Los años 1872 y 1873 marcan un primer hito en la actividad creativa de Nietzsche: a principios del año 1872 publicó El nacimiento de la tragedia, en primavera escribió las cuatro disertaciones Sobre el futuro de nuestras instituciones docentes, en el semestre de verano impartió las clases sobre los filósofos preplatónicos, de las que al año siguiente salió el texto de La filosofía en la época trágica de los griegos. A finales de mayo de 1872 empezó a recoger material para el tratado Sobre la verdad y la mentira en sentido extra moral, en el que su filosofía se muestra por primera vez abiertamente (o de manera encubierta, pues sólo Cosima tuvo conocimiento de estos atrevidos proyectos gracias a un regalo de Navidad con el título de Sobre el pathos de la verdad). El proyecto de las consideraciones inactuales seguía madurando: la primera de éstas, David Strauss, el confesor y el escritor apareció en 1873, el 1 de enero de 1874 concluyó el último capítulo de la segunda consideración, titulada De la utilidad y las desventajas de la historia para la vida.
La situación intelectual de la época, de la que nacen y contra la que nacen estos escritos, se puede describir más o menos así: en el nuevo imperio alemán, los nacionalliberales constituyen la corriente y la voz dominante. Con ellas se corresponde el optimismo de la época fundacional, al que tampoco consigue dañar seriamente el crack bursátil de 1873. Es «progresista», amiga del capital y de los judíos, contraria al socialismo, enemiga de los católicos. Ya en julio de 1871, la paz sólo tenía dos meses de vida, se suprimió el Departamento católico del ministerio de Educación Pública prusiano; la Dieta del Imperio aprobó en noviembre de 1871 el artículo de cátedra y en junio de 1872 la ley de los jesuitas. En una consigna electoral de carácter anticlerical del partido progresista, Rudolf Virchow, el gran médico e investigador y figura emblemática del nuevo Imperio, acuñó el término «lucha por la cultura», que luego, abreviado como «lucha cultural» o Kulturkampf, definió la guerra fría entre el Estado y la Iglesia católica. En mayo de 1873 en la Dieta prusiana se aprobaron las «leyes de mayo» que prescribían entre otras cosas un «examen cultural», a escala estatal, para los clérigos católicos.
De entrada quedan postergados los conservadores, o sea, en Prusia la camarilla palaciega de vieja orientación clerical, apoyada en la nobleza y lectora adicta del Kreuzzeitung. El «centro», ocupado por el partido católico, sufre los ataques de la Kulturkampf, pero bajo la opresión se robustece como ocurrirá en las décadas siguientes con la socialdemocracia tras las leyes de los socialistas. El que podemos llamar «partido de Wagner» ocupa una extraña posición dentro de este esquema general y comprensible: aunque comparte con los nationalliberales la aversión a los católicos, detesta la fe en el progreso, la fiebre científica, el espíritu mercantil del «presente», es marcadamente antisemita y opone al optimismo de las ciencias el pesimismo de la filosofía schopenhaueriana. Además rechaza el socialismo, en el que ve otra y más grave consecuencia del progreso. Por lo demás, ya no cree en la antigua alianza entre el trono y el altar. Confía en una salvación a través de la renovación cultural y por lo tanto a su manera practica una Kulturkampf, sólo que la cultura soñada por él no se basa en el progreso sino en un regreso. Wagner, el patético nacional, se vuelve a los viejos mitos germanos; Nietzsche, maestro como él, a los mitos del helenismo temprano. El clima básico es aristocrático, pero nobles y monarcas, emperador, rey, príncipes y condes son solicitados únicamente como medios e incorporados al proyecto en beneficio de una nobleza del espíritu, de nueva instauración, y una monarquía del espíritu con sede en Bayreuth.
Si todo esto eran ilusiones, Wagner y Nietzsche las tomaron con la seriedad con la que se tienen que tomar las ilusiones cuando sé han de convertir en realidad. De la misma manera que en otro tiempo Nietzsche pensó en una orden monacal, un convento cultural, pronto estará de nuevo dispuesto, con Wagner y sus amigos. a luchar contra el tiempo, contra los «sanos», contra los «mensajeros» de Gustav Freytag y consortes, y justamente en los años 1872-1873 estaba tercamente decidido a afrontar esta lucha de los pocos contra los muchos en la esperanza de alcanzar una victoria definitiva. Que pronto fuera tenido por «fundador de una religión», por «apóstol», por sectario, era algo que correspondía plenamente a las condiciones reales. El nuevo «periodo cultural» era un objetivo tan concreto como lo era la «cultura» de los progresistas en su lucha contra la Iglesia católica.
Lo que Nietzsche escribía parecía servir exclusivamente a este fin: en primer lugar había que reformar la educación, después venían las disertaciones «Sobre el futuro de nuestras instituciones docentes». Entonces había que incidir polémicamente en la época. con posturas «inactuales», o sea, provocativas contra y a favor: contra David Friedrich Strauss, que en 1872 había publicado el nuevo catecismo del credo progresista, contra la falsa cientificidad, que actuaba pesadamente en la historia dentro de cada época, a favor de Schopenhauer, presentado como educador, y a favor de Wagner y Bayreuth. En la memoria para Bismarck, grito de aviso y alerta al pueblo alemán, aparecían los planes más atrevidos de esta estrategia cultural. Pero en una carta el editor de la revista Im neuen Reich, Nietzsche pudo atacar al escritor Alfred Dove, que se había atrevido a defender al médico muniqués Puschmann «por haber intentado demostrar y analizar teóricamente la megalomanía de Richard Wagner». Este era un aspecto, expuesto a la luz del día. del profesor Dr. Friedrich Nietzsche. Del otro no sabían nada ni siquiera los amigos. Se desarrollaba en la más secreta reflexión como lenta separación de Wagner y el «wagnerismo», como lento, vacilante movimiento reflexivo hacia la independencia, hacia una nueva filosofía, que se presentaría en público en 1878 con el libro Humano, demasiado humano.
Un hecho determinante: Wagner se fue de Tribschen a Bayreuth, regresó al «Imperio». Nietzsche siguió en Basilea. Si es cierto que no se había enraizado en Suiza también lo es que este país le gustaba como lugar neutral, como punto de observación, como balcón situado por encima de las llanuras alemanas. Aquí él estaba a salvo de la resaca del nuevo Imperio de la propaganda del cada vez más grande y cada vez más poderoso Imperio con su martilleo diario. Aquí se sentía con idéntica fuerza la vecina Francia. Con la victoria de los ejércitos alemanes en Francia creció la simpatía de los suizos por los vencidos, la preocupación ante un vecino prepotente en el norte. Los Wesendonk, viejos amigos de Wagner, regresaron al Imperio a causa de la animosidad de los suizos hacia los alemanes. Por el contrario, Nietzsche aprendió que, frente a este Imperio esplendoroso, también estaban justificadas la prevención, la desconfianza y la preocupación.
Su más poderoso correligionario en este escepticismo era también el más relevante de sus colegas: Jacob Burckhardt. En este contexto, Elisabeth ha referido una anécdota que hay que leer como, en las viejas leyendas, los relatos de curaciones milagrosas; tanto ésta como otras de sus muchas y conmovedoras anécdotas, aunque su fidedignidad es muy dudosa, poseen algo que, por expresivo, permite caracterizar situaciones y personas implicadas. Así, pues, Elisabeth narra que, al enterarse de que había ardido el Louvre, tanto Nietzsche como Burckhardt buscaron refugio: Burckhardt en casa de Nietzsche, Nietzsche en casa de Burckhardt. «Al final se encontraron frente a la casa donde vivía mi hermano, subieron la escalera juntos y en silencio, y, una vez estuvieron en la habitación sumida en la penumbra, rompieron a llorar, incapaces de decirse uno a otro una palabra de consuelo.» Elisabeth, testigo de la conmovedora escena, se retiró con su habitual discreción a la habitación contigua, «pero durante un largo rato imperó todavía un profundo silencio, sólo interrumpido aquí y allá por una palabra en voz baja o un sollozo reprimido».
Esta escena de Marlitt nos resulta tanto más cómica cuanto que Burckhardt, veintiséis años mayor que Nietzsche, era un solterón adusto, un viejo y sarcástico basilense, que, en contra de la costumbre de la época, llevaba su pelo encanecido cortado al cepillo y no tenía barba; en una primera caracterización Nietzsche le definió como «un excéntrico con ingenio». Pero, si esta escena entre amigos tal vez procede del gusto de Elisabeth por los libros ilustrados, da en el clavo cuando, al aludir a la relación de los dos, anota: «Burckhardt ejerció con toda seguridad una gran influencia moderadora en mi hermano, pues entonces, cuando germanos y romanos estaban frente a frente y esta lucha se extendió también al campo intelectual de las dos culturas, él fue considerado siempre como el más ingenioso representante de la cultura romana».
Burckhardt, dice Elisabeth, era un excelente contrapeso para contemplar con una especie de imparcialidad, «al margen de la sensibilidad alemana», los acontecimientos que conmovían el mundo. La situación era: de una parte, Wagner hacía todo lo que podía para convertir a Nietzsche en un wagneriano, en un seguidor ciego. Tiraba violentamente de él para hacerse con él, como en la Edad Media los demonios tiraban de las almas que acababan de abandonar el cuerpo. Jacob Burckhardt fue el ángel salvador que se opuso a ello. El tenía reservas no sólo contra el nuevo Imperio alemán, sino también contra Wagner y el culto a Wagner, y era suficientemente genial para arrastrar a Nietzsche, para llevarle por otros derroteros, ganarle para una ciencia con amplias perspectivas que no sería ya mezquina y pedante sino realmente grande.
Hasta donde llegó la amistad entre el viejo historiador y el joven filólogo y los nuevos filósofos es, aún hoy, tema de discusión. Los dos libros dedicados a la relación entre Burckhardt y Nietzsche, adoptan posturas contrapuestas: uno de ellos, el de Edgar Salin, celebra el encuentro de los genios con una mezcla de respeto y entusiasmo; el otro, de Alfred von Martin, intenta demostrar que «no hubo nada». Un examen sobrio de los testimonios demuestra que Nietzsche admiró a Burckhardt desde el primer encuentro, que durante los primeros años de Basilea entre ellos hubo un contacto regular, que podemos calificar sin reparos como «amistoso», pero precisamente el entusiasmo del más joven llevó al más viejo a una actitud de cautelosa reserva, hasta que finalmente la relación fue sólo unilateral, pues Burckhardt se limitaba a reaccionar cortésmente, hasta que por último optó por un frío silencio. En cambio, no puede haber ninguna duda de que Burckhardt percibió la genialidad de Nietzsche, junto con sus peligros, y que apreció su trato y el valor de sus escritos en la primera época como algo enriquecedor en sí mismo. Tal vez Burckhardt se refugió al final en su concha de caracol porque no quería verse arrastrado por el espíritu absorbente de Nietzsche fuera de su existencia deliberadamente resignada en Basilea.
La disputa sobre si entre Nietzsche y Burckhardt hubo algo parecido a una amistad encubre que entre dos hombres de alto nivel intelectual puede haber también relaciones intensas distintas de la amistad, de la simpatía y la profunda confianza mutua: por ejemplo, una relación basada en el diálogo, el intercambio y el estímulo, y también en la fascinación que dos seres completamente distintos pueden ejercer y sentir recíprocamente.
Así ocurrió en Basilea, y a decir verdad pronto.
Ya el 29 de mayo de 1869, un día después de la clase inaugural y en la misma carta que describe la gran vivencia de Tribschen, Nietzsche comunica a su amigo Rohde: «Desde un principio he establecido relaciones más estrechas con el excéntrico, lleno de ingenio, Jacob Burckhardt; de lo cual me alegro sinceramente, pues descubrimos una asombrosa congruencia de nuestras paradojas estéticas». Dicho en lenguaje usual: cada uno de ellos descubrió en el otro una cabeza original. Al cabo de un año largo. en una carta a su amigo Preen, Burckhardt hizo un balance con ciertas reservas: «Aquí vive uno de sus creyentes [de Schopenhauer], con el que a veces converso, en la medida en que me puedo expresar en su lengua». Esto parece poca cosa, pero Burckhardt estaba acostumbrado a ocultar sus sentimientos tras una corteza dura, de la misma manera que Nietzsche se exaltaba y prorrumpía en encendidos elogios con facilidad. El comentario de Overbeck en el sentido de que «el pobre Nietzsche quería a todo el mundo sin excepción, mientras que a él le querían mucho menos e incluso absolutamente nada» es con toda seguridad incorrecto y. rebuscado.
En lugar de todo ello, el lenguaje de los hechos. Nietzsche a Gersdorff en carta del 7 de noviembre de 1870: «Anoche tuve un placer que habría deseado sobre todo para ti: Jacob Burckhardt pronunció una disertación. libre sobre “grandeza histórica”, y a decir verdad totalmente al margen de nuestro círculo de ideas y sentimientos. Este hombre de cierta edad, sumamente peculiar, no es proclive a las falsificaciones pero sí a los silencios de la verdad y en paseos íntimos llama a Schopenhauer “nuestro filósofo”. En su casa asisto a un seminario de una hora semanal sobre el estudio de la historia y creo ser el único de sus sesenta oyentes que comprende los profundos pensamientos con sus extraños cortes v desvíos, donde el recurso roza lo peligroso. Por primera vez he disfrutado con una lección; además es el tipo de clase que me gustaría impartir sí fuera más viejo».
Frente al joven Nietzsche, el anciano sabio y callado no cerraba en modo alguno su corazón, sino que daba rienda suelta a su escepticismo y su pesimismo. La guerra franco-prusiana estaba en su apogeo, las victorias alemanas tronaban en la escena del mundo, pero Burckhardt escribió a Preen: «¡Oh, cómo se equivocará la pobre nación alemana si pretende dejar el fusil en un rincón de casa y dedicarse a las artes desde la felicidad de la paz! Esto era tanto corno decir: ¡ante todo, seguir adelante! Y después de algún tiempo nadie podrá decir ya para qué sirve realmente la vida…». Exactamente esta misma preocupación resuena en la carta de Nietzsche a Gersdorff: «Tengo las más grandes preocupaciones ante la actual situación de la cultura… tengo a la Prusia actual por una potencia sumamente peligrosa para la cultura…». La preocupación de Burckhardt se había convertido en la preocupación de Nietzsche. En Tribschen no se tenían semejantes temores.
Nietzsche y Burckhardt no son, pues, dos amigos sino dos colegas que se enriquecen mutuamente. Los dos se habían entregado al estudio de la antigüedad griega con la mayor pasión científica, los dos se habían pronunciado contra una concepción idealizante y armonizadora de los griegos. ¿Fue sólo una extraña casualidad que los dos llevaran ahora un «libro sobre los griegos» en la cabeza? El plan de Burckhardt, ya viejo, había sido aplazado una y otra vez. Todavía en octubre de 1868 escribió a su sobrino, y. posterior editor, Oeri, que vislumbraba en la oscuridad del futuro un seminario sobre el espíritu de la antigüedad, «pero está todavía lejos …». No obstante, en febrero de 1869 ya había tomado la decisión y el 1 de enero de 1870 desarrolló el primer plan; el definitivo llegó a finales de diciembre del mismo año. Precisamente por entonces Nietzsche informa que él y Burckhardt hablan mucho de helenismo y que ha pasado unos días preciosos con él. El plan de Nietzsche estaba dedicado exactamente el mismo tema, un cuadro general de la cultura griega, sólo que el suyo. bajo la tiránica exigencia de Richard Wagner, derivó hacia el nacimiento de la tragedia.
Nietzsche abrigaba la audaz esperanza de atraer a Burckhardt, mucho más viejo, reservado y cauteloso que él, al círculo de amigos. Así llegó la extraña noche de la que informa a Rohde, Gersdorff y los Wagner. Tras el encuentro de los amigos en octubre de 1871, Nietzsche propuso para reforzar «la idealidad del tiempo y el espacio» que el lunes, 23 de octubre, a las 10 de la noche vertieran la mitad de un vaso de vino tinto en la noche oscura y la otra mitad la bebieran con un saludo a los demonios. Esto lo hizo Nietzsche precisamente con Jacob Burckhardt. «La ofrenda a los demonios la celebré con Jacob Burckhardt en su habitación» comunicó a Gersdorff. «él se adhirió a mi acto y los dos vertimos sendas jarras de buen vino del Ródano en la calle.» Deussen corroboró que todo se desarrolló así, y tuvo que sufrir por ello. Hacia las once y media de la noche, Nietzsche. ligero y achispado, se dirigió a su casa, y Deussen apareció ante él, el león victorioso, como una figura fantasmal y dudosa. A los Wagner Nietzsche no les dijo nada de su compañero en la ofrenda a los demonios. Pero ellos sabían quién era su enemigo y rival en Basilea.
La ofrenda a los demonios merece aún un pequeño comentario. Como es sabido. el concepto griego no está tan estrechamente unido al mal como el actual. Pero Nietzsche había prescindido no sólo de los daimones más amistosos sino también de sus hermanos más locos. El vino oscuro se tenía que verter en la oscuridad, y en la carta a Rohde se citaba expresamente el demonio-lobo Samiel, del Freischütz de Weber. En carta a Gersdorff le comunicó que, en otro tiempo, Burckhardt y él habrían sido sospechosos de brujería por tales manejos. ¿Una broma o algo más? ¿Y por qué participó en ella el viejo «Köbi», a quien por otra parte tanto le gustaba la cerveza? Esto tenía un motivo sencillo y esclarecedor. El profesor basilense, que llevó a Berlín su dignísima fama, que, aun siendo acaudalado, vivía en la penuria, no escribía ya ningún libro y se conformaba con la actividad en la pequeña universidad y en Pädagogium, había sido en otro tiempo artista. poeta, romántico, y todavía le seguían atrayendo en secreto el poder la grandeza, lo demoníaco en la historia. Lo que no decía en las lecciones y conferencias, afloraba en las conversaciones con el genial y demoníaco joven sabio, un Fausto con diabólicas tentaciones: el convencimiento de que la maldad rige el mundo.
Sarcasmo y fría decepción son cosas que se podían aprender con Burckhardt, y no debemos sorprendernos de que, a la postre, su escarnio no se detuviera tampoco ante Nietzsche. Con Burckhardt, de Burckhardt conoció Nietzsche a los tiranos del Renacimiento, con Burckhardt y de Burckhardt conoció también a aquellas grandes familias de espíritus que en Francia serán conocidas bajo el nombre de «moralistas», y esto no significa en modo alguno «propagandistas de la moral» sino perspicaces iluminadores de lo moral, descubridores y encubridores de lo demasiado humano: Montaigne, La Bruyère, La Rochefoucauld, Vauvenargues, Chamfort. También podemos ver la lucha por el alma de Nietzsche como la hemos descrito anteriormente: con Wagner como noble ángel germano y salvador de almas, con Burckhardt como escéptico Mefisto.
Sólo que, a decir verdad, Burckhardt, el humanista basilense, no era diabólico. Tenía una visión sobria de las cosas, y su manera de pensar era infinitamente superior al oscilante galimatías de ideas de Wagner, que podía degenerar fácilmente en verborrea. Él colaboró en la marcha de Nietzsche hacia la decepción, pero en sí mismo había convertido su escepticismo en un nuevo humanitarismo, en un humilde amor a la verdad, sentido del deber, entrega a la labor educativa. Acerca de la reflexión de La Rochefoucauld sobre las parcelas desconocidas del egoísmo, que aún hay que describir, comenta: «Sí, pero también parcelas del amor y de la abnegación, hasta donde no llega el egoísmo». Nietzsche tenía razón desde su punto de vista cuando sospechaba que Burckhardt era demasiado miedoso para dar el paso hacia la libertad, su moral aúlica era distinta de la que escondía en su interior, pero subestimaba la inteligencia, la fuerza vital, el ethos, que, más allá de este autoenclaustramiento, anidaba en la componente burguesa del basilense.
Ciertamente, Burckhardt participó en el rito demoníaco, mitad divertido y mitad distante, pero la estrecha relación no se rompió, y de la misma manera que Nietzsche como profesor se había mezclado con los oyentes de aquella serie de conferencias que más tarde darían lugar a uno de los libros más grandiosos del siglo XIX con el nombre de Consideraciones sobre la historia universal, Burckhardt asistió a las cuatro disertaciones de Nietzsche «Sobre el futuro de nuestras instituciones docentes», sin faltar a ninguna. Esto era más que un gesto de cortesía, y sorprendentemente de acuerdo escribió poco después al joven teólogo Arnold von Salis: «¡Tendría que haber oído usted lo que dijo! En algunos pasajes era decididamente cautivador, pero luego se volvía a percibir una profunda tristeza, y no vemos cómo los auditores humanissimi deben buscar una explicación reconfortante al tema. Una cosa. era cierta: el hombre de alto porte que lo recibe todo de primera mano y lo da todo». En estas frases, de elogio casi exuberantes a la vista de su reserva se esconde todo Burckhardt. «Cautivador» es una palabra apenas imaginable en Nietzsche; con ella se refería sin duda a su espíritu, su ingenio, sus abundantes ocurrencias, su estilo florido, y como no aparece lo reconfortante, la receta de la vida, caracteriza certeramente la diferencia entre la actitud conciliadora y la disposición para el compromiso de Burckhardt y el radicalismo de Nietzsche. Pero el juicio general no admitía ninguna duda: «el hombre de alto porte».
Así, pues, tenemos que creer a Nietzsche cuando nos dice que Burckhardt recibió con sumo interés El nacimiento de la tragedia. «El, que se mantiene enérgicamente a distancia de todo lo filosófico y sobre todo de la filosofía del arte, y por lo tanto también de la mía, queda tan fascinado por los descubrimientos del libro para el conocimiento de la idiosincrasia griega, que medita en él día y noche y me da el ejemplo del más provechoso aprovechamiento histórico con miles de detalles» escribió a Rohde. El diálogo no se malogra, y menos ahora cuando, en el semestre del verano de 1872, Burckhardt empieza a trabajar en su Historia de la cultura griega. «El curso de verano de Burckhardt fue algo único», comunicó Nietzsche a Gersdorff. Nietzsche, el orgulloso, se sentaba, aunque no regularmente, a los pies del maestro, le acompañaba cuando iba a casa; por eso la relación intelectual entre los dos se ve poco dañada cuando la fama proclama que Burckhardt siempre ha caminado al lado de Nietzsche como si secretamente hubiera estado deseando escapar corriendo. Ante los basilenses se debió de avergonzar, y cuando lanzaba una de sus sarcásticas alusiones contra Nietzsche, ello no alteraba en nada su admiración por el joven trepador, al que contemplaba desde su seguro refugio basilense.
***
Nietzsche seguía su camino. Burckhardt no podía seguirle. La filosofía le era ajena. De la misma manera que las disertaciones de Nietzsche le habían parecido «cautivadoras», más tarde pudo escribir que «husmeaba» en sus cosas. Pero Nietzsche. cada vez más solitario y cada vez más alejado del mundo, se aferró patéticamente a este maestro. Para él Burckhardt era Ritschl en genial. la inolvidable y perdurable figura del padre. Lo que le tenía que agradecer era muchísimo: la visión de la naturaleza de las cosas, del desarrollo del proceso del mundo, la eliminación escéptica de los mitologemas probablemente procedía de Schopenhauer o de Wagner. El era el igual, el sabio y el más sabio, el «muy venerado amigo», incluso cuando se mantenía apartado. Nietzsche podía preguntar «¿Verdad que usted sabe cuánto le quiero y le respeto? y luego firmar con «leal e inmutable».
Podemos preguntarnos a posteriori qué habría pasado si Nietzsche hubiera permanecido bajo la docencia de Burckhardt en Basilea, como éste mismo explicó. en tonos amables, en una de sus contadas cartas a Nietzsche: «Si usted quisiera, totalmente ex professo, iluminar la historia universal con su tipo de luces y de acuerdo con los ángulos de iluminación adecuados a usted, entonces, a diferencia del actual consensus populorum, muchas cosas aparecerían al revés». Ciertamente esto no iba totalmente en serio como propuesta, pero tampoco se debía entender como simple broma o como ridículo cumplido. ¿Qué habría pasado si Nietzsche hubiera pensado más profundamente en Burckhardt?
En lugar de ello tenemos que traer a colación una frase de la «epístola» del demente a Burckhardt, del 4 y el 5 de enero de 1889, que, con un conmovedor paso al tú, dice: «Ahora usted es -tú eres- nuestro gran, más grande maestro: pues yo, junto con Ariadna, sólo tengo que ser el dorado equilibrio de todas las cosas, nosotros tenemos en cada trozo a aquellos que están sobre nosotros… Dionisos».
* En Friedrich Nietzsche. El águila angustiada, traducción de Ramón Hervás, Paidós, Barcelona, 1994, pp. 333-342.
Nietzsche y la escritura fragmentaria
Maurice Blanchot
Es relativamente fácil poner en orden los pensamientos de Nietzsche de acuerdo con una coherencia en que sus contradicciones se justifican, ya sea jerarquizándose o ya sea dialectizándose. Hay un sistema – virtual- , en donde la obra abandona su forma dispersa y da lugar a una lectura continua. Discurso útil, necesario. Entonces lo comprendemos todo, sin quebrantos ni fatigas. Es tranquilizador que un pensamiento tal, ligado al movimiento de una búsqueda que es también búsqueda del devenir, pueda prestarse a una interpretación de conjunto. Además, es una necesidad. Inclusive en su misma oposición a la dialéctica, es menester que ese pensamiento tenga sus fuentes en ella. Aunque desprendido de un sistema unitario y entregado a una pluralidad esencial, ese pensamiento debe designar todavía un centro a partir del cual Voluntad de Poder, Superhombre, Eterno Retorno, nihilismo, perspectivismo, pensamiento trágico y tantos otros temas separados, confluyan y se comprendan de acuerdo con una interpretación única: aunque sea sólo como los diversos momentos de una filosofía de la interpretación.
Existen dos hablas en Nietzsche. La una pertenece al discurso filosófico, a ese discurso coherente que a veces Nietzsche desea llevar a su culminación al componer una obra de envergadura, análoga a las grandes obras de la tradición. Los comentaristas lo reconstruyen. Sus textos fragmentarios pueden considerarse como elementos de este conjunto. El conjunto conserva su originalidad y su poder. Es esa gran filosofía en donde vuelven a encontrarse, llevadas a un altísimo grado de incandescencia, las afirmaciones de un pensamiento concluyente. Es posible entonces preguntarse si esta filosofía mejora a Kant, si lo refuta, lo que le debe a Hegel, lo que no acepta de él, si concluye la metafísica, si la reemplaza, si prolonga una forma de pensamiento existencial o es esencialmente crítica. Todo ello, en cierta forma, le pertenece a Nietzsche.
Admitámoslo. Admitamos que ese discurso continuo es el trasfondo de sus fragmentadas obras. Pero queda el hecho que Nietzsche no se contenta con ello. E inclusive, si una parte de sus fragmentos puede ser relacionada con esa especie de discurso integral, es patente que éste – el cual constituye la filosofía misma- es superado siempre por Nietzsche, quien más bien lo supone en lugar de exponerlo, a fin de poder discurrir más allá, de acuerdo con un lenguaje completamente distinto, no el lenguaje del todo, sino el del fragmento, el de la pluralidad y la separación.
Esta habla del fragmento es difícil de captar sin que se altere. Inclusive lo que Nietzsche nos ha dicho sobre ella la deja intencionalmente recubierta. No cabe duda de que una forma tal del habla señala su rechazo del sistema, su pasión por la ausencia de acabamiento, su pertenencia a un pensamiento que sería el de la Versuch y el del Versucher, que está ligada a la movilidad de la búsqueda, al pensamiento viajero (el de un hombre que piensa al caminar y de acuerdo con la verdad de la marcha). También es verdad que resulta próxima al aforismo pues es un hecho convenido que es en la forma aforística en la que él sobresale: “El aforismo, en el que soy el primero de los maestros alemanes, es una forma de eternidad; mi ambición es decir en diez frases lo que otro dice y no dice en un libro.” ¿Pero es realmente esa su ambición, y el término “aforismo” corresponde a la medida de lo que Nietzsche busca? “Yo no soy lo bastante limitado como para poder caber en un sistema, ni siquiera en el mío propio”. El aforismo es poder que limita, que encierra. Forma que en forma de horizonte es su propio horizonte. Con ello se ve lo que tiene también de atractivo, siempre alejada en sí misma, forma con algo de sombra, de concentrado, de oscuramente violento que la hace parecerse al crimen de Sade, completamente opuesta a la máxima, sentencia ésta destinada al uso del bello mundo y pulida hasta hacerse lapidaria, mientras que el aforismo es tan insociable como puede serlo un guijarro (Georges Perros). Pero este guijarro es una piedra de origen misterioso, un grave meteoro que al caer querría volatilizarse. Habla única, solitaria, fragmentada pero a título de fragmento ya completa, entera, en esa repartición, y de un resplandor que no remite a nada estallado. De este modo, esa habla revela la exigencia de lo fragmentario, y lo específico de esa exigencia hace que la forma aforística no pueda convenirle.
El habla del fragmento ignora la suficiencia, no basta, no se dice en miras a sí misma, no tiene por sentido su contenido. Pero tampoco entra a componerse con otros fragmentos para formar un pensamiento más completo, un conocimiento de conjunto. Lo fragmentario no precede al todo sino que se dice fuera del todo y después de él. Cuando Nietzsche afirma: “Nada existe por fuera del todo”, aunque pretenda aligerarnos de nuestra particularidad culpable y al mismo tiempo recusar el juicio, la medida, la negación (”pues no se puede juzgar al todo, ni medirlo, ni comparado, ni sobre todo negarlo”) el hecho es que también afirma a la cuestión del todo como la única dotada de validez, y restaura la idea de totalidad. La dialéctica, el sistema, el pensamiento como pensamiento del conjunto vuelven a hallar sus derechos y fundamentan la filosofía como discurso acabado. Pero cuando dice: “Me parece importante desembarazarse del todo, de la Unidad… es necesario desmigajar el Universo, perder el respeto del todo”, ingresa entonces en el espacio de lo fragmentario, asume el riesgo de un pensamiento que no garantiza ya la unidad.
El habla en donde se revela la exigencia de lo fragmentario, habla no suficiente pero no por insuficiencia, no acabada (por ser extraña a la categoría de la realización), no contradice el todo. Por una parte, es necesario respetar el todo y si no se lo dice por lo menos se lo debe realizar. Somos seres del Universo y por ello vueltos hacia la unidad todavía ausente. Nuestra vocación, dice Nietzsche, es “la de someter el Universo”. Pero hay otro pensamiento y una vocación completamente diferentes. Lo cual quiere decir que la primera, en verdad, no es una verdadera vocación. Todo está ahora ya cumplido, el Universo nos tocó en suerte, el tiempo ha concluído, hemos salido de la historia por la historia misma. Entonces, ¿qué queda todavía por decir, qué queda todavía por hacer?
El habla fragmentaria, la de Nietzsche, ignora la contradicción. He aquí algo que es extraño. Hemos notado, siguiendo a Jaspers, que no se comprende bien a Nietzsche, que no se le hace justicia a su pensamiento si cada vez que éste afirma con certeza no se busca la afirmación opuesta con la que esta certeza está en relación. Y, en efecto, este pensamiento no deja de oponerse, sin contentarse jamás consigo mismo, sin contentarse tampoco jamás con esta oposición. Pero en este punto es necesario de nuevo distinguir. Existe el trabajo crítico: la crítica de la metafísica, que está representada principalmente por el idealismo cristiano pero que está también en toda filosofía especulativa. Las afirmaciones contradictorias son un momento del trabajo crítico: Nietzsche ataca al adversario desde muchos puntos de vista a la vez, pues la pluralidad de puntos de vista es precisamente el principio que desconoce el pensamiento incriminado. Sin embargo, Nietzsche no ignora que allí en donde está situado se encuentra obligado a pensar, está obligado a hablar a partir del discurso que recusa: pertenece todavía a ese discurso tal como todos nosotros le pertenecemos; las contradicciones dejan entonces de ser polémicas o inclusive solamente críticas; lo conciernen en su pensamiento mismo, son expresión de su enérgico pensamiento, el cual no puede contentarse con sus propias verdades sin tentarlas, sin ponerlas a prueba, sin rebasarlas, y volver después sobre ellas. En esta forma la Voluntad de Poder puede ser tanto un principio de explicación ontológica, que expresa la esencia, el fondo de las cosas, como también la exigencia de todo rebasamiento que se rebasa a sí misma como exigencia. El Eterno Retorno es tanto una verdad cosmológica, como la expresión de una decisión ética, como el pensamiento del ser comprendido como devenir, etc. Esas oposiciones nombran una determinada verdad múltiple y la necesidad de pensar lo múltiple cuando se quiere decir la verdad de acuerdo con el valor; pero multiplicidad que es todavía relación con el Uno. El pensamiento de Nietzsche, en ese estado, se unifica en el pensamiento del todo como multiplicidad infinita cuya expresión irrebasable es el Eterno Retorno.
El habla del fragmento ignora las contradicciones inclusive cuando ella contradice. Dos textos fragmentarios pueden oponerse, se colocan en realidad uno después de otro, el uno sin relación con el otro, el uno relacionado con el otro por ese blanco indeterminado que no los separa ni los junta, que los lleva hasta el límite que designan y que sería su sentido, si no escaparan precisamente allí, en una forma hiperbólica, a toda habla significativa. El hecho de estar planteado siempre de ese modo en el límite, le da al fragmento dos características diferentes: es habla de afirmación, y que no afirma nada más que ese más y ese exceso de una afirmación extraña a la posibilidad y, sin embargo, además, no es en manera alguna categórica, ni está fija en una certeza, ni planteada en una positividad relativa o absoluta, ni mucho menos dice el ser de una manera privilegiada o se dice a partir del ser, sino que más bien va ya borrándose, deslizándose fuera de sí misma, deslizamiento que la reconduce hacia sí, en el murmullo neutro de la oposición.
Allí en donde la oposición no opone sino que yuxtapone, allí en donde la yuxtaposición da en conjunto lo que se sustrae a toda simultaneidad, sin sucederse sin embargo, en ese punto preciso se le propone a Nietzsche una experiencia no dialéctica del habla. No una manera de decir y de pensar que pretendería refutar la dialéctica o expresarse contra ella (Nietzsche no deja, cada vez que tiene oportunidad de hacerlo, de saludar a Hegel o inclusive de reconocerse en él, como también de denunciar el idealismo cristiano que lo impulsa), sino de un habla distinta, separada del discurso, que no niega y en ese sentido no afirma y que, sin embargo, deja jugar entre los fragmentos, en la interrupción y la detención, lo ilimitado de la diferencia.
Es menester tomar en serio la despedida dada por Nietzsche al pensamiento del Dios uno, es decir, del dios Unidad. No se trata para él únicamente de discutir las categorías que rigen el pensamiento occidental. No basta tampoco simplemente con detener los contrarios antes de la síntesis que los reconciliaría, ni inclusive con dividir el mundo en una pluralidad de centros de dominio vital cuyo principio, principio todavía sintético, sería la Voluntad de Poder. Algo mucho más atrevido y que, para decirlo con propiedad, lo atrae al dédalo del extravío antes de exaltarlo hasta el enigma del retorno, tienta aquí a Nietzsche: el pensamiento como afirmación del azar, afirmación en donde el pensamiento se relaciona necesariamente – infinitamente- consigo mismo por lo aleatorio (que no es lo fortuito), relación en donde él se da como pensamiento plural.
El pluralismo es uno de los rasgos decisivos de la filosofía que ha elaborado Nietzsche, pero también en este caso existe la filosofía y lo que no se contenta con la filosofía. Existe el pluralismo filosófico, ciertamente muy importante, puesto que nos recuerda que el sentido es siempre muchos sentidos, que hay una superabundancia de significaciones y que “Uno siempre se equivoca” mientras que “la verdad comienza en dos” y de allí la necesidad de la interpretación, la cual no es develamiento de una única verdad oculta, inclusive ambigua, sino lectura de un texto que tiene muchos sentidos y que no tiene también ningún otro sentido que el “del proceso, el devenir” que es la interpretación. Hay pues dos tipos de pluralismo. El uno es filosofía de la ambigüedad, experiencia del ser múltiple. Y además, este otro extraño pluralismo, sin pluralidad ni unidad, que el habla del fragmento lleva en sí como la provocación del lenguaje, aquel que habla incluso cuando ya todo ha sido dicho.
El pensamiento del superhombre no significa en primera instancia el advenimiento de éste sino que significa la desaparición de algo que se había llamado el hombre. El hombre desaparece, él es quien tiene por esencia la desaparición. En forma que sólo subsiste, en la medida en que puede decirse que él no ha comenzado todavía. «La humanidad no tiene todavía un fin (kein Ziel). Pero… si la humanidad sufre la carencia de un fin, ¿no será porque todavía no hay humanidad? Apenas ingresa en su comienzo cuando ya ingresa a su fin, cuando él ya comienza a acabar. El hombre es siempre el hombre del ocaso, ocaso que no es degeneración, sino por el contrario, el sello que se puede amar en él, que une, en la separación y la distancia, la verdad “humana” con la posibilidad de perecer. El hombre de último rango es el hombre de la permanencia, de la subsistencia, aquel que no quiere ser el último hombre.
Nietzsche habla del hombre sintético, totalizado, justificador. Expresiones notables. Este hombre que totaliza y que tiene por lo tanto relación con el todo bien sea que él lo instaure o que él tenga su dominio, no es el superhombre, sino el hombre superior. El hombre superior es, en el sentido propio del término, el hombre integral, el hombre del todo y de la síntesis. Reside allí “la meta que necesita la humanidad”. Pero Nietzsche dice también en el Zarathustra: “El hombre superior no está logrado (missgeraten). “El no es defectuoso por haber fracasado, ha fracasado porque ha tenido éxito, ha alcanzado, su meta (”Una vez llegado a tu meta…, es sobre tu cima, hombre superior, que tú tropezarás”). Podemos preguntarnos cuál sería, cuál es el lenguaje del hombre superior. La respuesta es fácil. Es el discurso también integral como él, el logos que dice el todo, la seriedad del habla filosófica (lo propio del hombre superior es la seriedad de la probidad y el rigor de la veracidad): habla continua, sin intermitencia y sin vacío, habla de la realización lógica que ignora el azar, el juego, la risa. Pero el hombre desaparece, no solamente el hombre fallido, sino el hombre superior, es decir, logrado, aquel en quien todo, es decir el todo, se ha realizado. ¿Qué significa entonces este fracaso del todo? El hecho de que el hombre desaparezca – ese hombre del porvenir que es el hombre del fin – halla su pleno sentido, porque es también el hombre como todo quien desaparece, el ser en quien el todo en su devenir se ha hecho ser.
El habla como fragmento tiene relación con el hecho de que el hombre desaparezca, hecho mucho más enigmático de lo que se piensa, puesto que el hombre es en cierta forma eterno o indestructible y, siendo indestructible, desaparece. Indestructible: desaparición. Y también esa relación es enigmática. Puede en últimas comprenderse – esto se entiende inclusive con una especie de evidencia- que lo que habla en el nuevo lenguaje de la ruptura, sólo habla por la espera, el anuncio de la desaparición indestructible. Es necesario que lo que se denomina el hombre haya llegado a ser el todo del hombre y el mundo como todo y que, al haber hecho de su verdad la verdad universal y del Universo su ya realizado destino, se comprometa, con todo lo que él es y más todavía, con el ser mismo, en la posibilidad de perecer para que, liberado de todos los valores propios de su saber -la trascendencia, es decir, también la inmanencia , el otro mundo, es decir, también el mundo, Dios, es decir, también el hombre-, se afirme el habla de la exterioridad. Lo que se dice fuera del todo y fuera del lenguaje en cuanto lenguaje, lenguaje de la conciencia, y de la interioridad actuante, dice el todo y el todo del lenguaje. Que el hombre desaparezca no es nada, es sólo un desastre a nuestra medida; el pensamiento es también ese ligero movimiento que arranca de los orígenes. ¿Pero qué sucede con el pensamiento cuando el ser – la unidad, la identidad del ser – se ha retirado sin dar cabida a la nada, a ese muy fácil refugio? ¿ Cuando lo Mismo ya no es el sentido último del Otro, y la Unidad ya no es aquello en cuya relación se enuncia lo múltiple? ¿Cuando la pluralidad se dice sin relacionarse con lo Uno? Entonces, quizá entonces, se deja presentir, no como paradoja sino como decisión, la exigencia del habla fragmentaria, de esa habla que, lejos de ser única, no se dice siquiera de lo uno y no dice lo uno en su pluralidad. Lenguaje: la afirmación misma, aquella que no se afirma ya en razón ni en miras a la Unidad. Afirmación de la diferencia, pero sin embargo jamás diferente. Habla plural.
La pluralidad del habla plural: habla intermitente, discontinua que, sin ser insignificante, no habla en razón de su poder de significar ni de representar. Lo que en ella habla no es la significación, la posibilidad de dar sentido o de retirarlo, aunque fuese un sentido múltiple. Ello nos lleva a pretender, quizá muy apresuradamente, que esa habla se designa a partir de lo intermedio, que está como en facción alrededor de un punto de divergencia, espacio de la dis- locación que esa habla busca rodear, pero que siempre la dicierne, apartándola de sí misma, identificándola con esa separación, imperceptible diferencia en donde siempre vuelve a sí misma, idéntica, no idéntica.
Sin embargo, inclusive si esta especie de acercamiento está en parte fundamentado – no podemos todavía decidirlo- , nos damos cuenta perfectamente que no basta reemplazar continuo por discontinuo, plenitud por interrupción, conjunción por dispersión, para acercamos a esa relación que pretendemos recibir de ese lenguaje otro. O, más precisamente, la discontinuidad no es el simple inverso de lo continuo, o, como ocurre en la dialéctica, un momento del desarrollo coherente. La discontinuidad o la detención de la intermitencia no detiene el devenir sino que, por el contrario, lo provoca o lo llama en el enigma que le es propio. Tal es la gran conversión que el pensamiento realiza con Nietzsche: el devenir no es la fluidez de una duración infinita (bergsoniana) o la movilidad de un movimiento interminable. La partición – la división- de Dionisios, tal es el primer saber, la experiencia oscura en donde el devenir se descubre en relación con lo discontinuo y como juego de éste. Y la fragmentación del dios no es el renunciamiento atrevido a la unidad o la unidad que permanece unida al pluralizarse. La fragmentación es el dios mismo, aquello que no tiene ninguna relación con un centro, no soporta ninguna referencia originaria y que, por consiguiente, el pensamiento, pensamiento de lo mismo y de lo Uno, el de la teología, lo mismo que el de todas las formas de saber humano (o dialéctico), no podría acoger sin falsear.
El hombre desaparece. Es una afirmación. Pero esa afirmación se desdobla inmediatamente en pregunta. ¿El hombre desaparece? ¿Y lo que en él desaparece, la desaparición que él lleva consigo y que lo lleva, libera el saber, libera el lenguaje de las formas, de las estructuras o de las finalidades que definen el espacio de nuestra cultura? En Nietzsche la respuesta se precipita con una decisión casi terrible, y también sin embargo se retiene, permanece en suspenso. Esto se traduce de muchas maneras y, en primer lugar, por una ambigüedad filosófica de expresión. Cuando, por ejemplo, él dice: el hombre es algo que debe ser rebasado; el hombre debe estar más allá del hombre; o, en una forma más sorprendente, Zaratustra mismo debe rebasarse, o inclusive, habla del nihilismo vencido por el nihilismo, de lo ideal arruinado por lo ideal, cuando él hace esas afirmaciones, es casi inevitable que esa exigencia de rebasamiento, ese uso de la contradicción y de la negación para una afirmación que mantiene lo que suprime al desarrollarlo, nos vuelva a situar en el horizonte del discurso dialéctico. De ahí tendría que concluirse que Nietzsche, lejos de rebajar al hombre, lo exalta todavía más dándole por tarea su realización verdadera: el superhombre es entonces sólo un modo de ser del hombre, liberado de sí mismo en miras a sí mismo por el recurso al mayor de los deseos. Es justo. Hay muchos textos (la mayor parte de ellos) que nos autorizan a entender al hombre como autosupresión que sólo es autorrebasamiento, al hombre, afirmación de su propia trascendencia, bajo la garantía del saber filosófico todavía tradicional y el comentarista que hegelianice a Nietzsche no podría ser refutado en lo que a eso respecta.
Y sin embargo, sabemos que el camino seguido por Nietzsche es completamente distinto, aunque ese camino haya sido seguido contra él mismo, y que Nietzsche ha tenido siempre conciencia, hasta rayar en el sufrimiento, de la presencia de una ruptura tan violenta que logra dislocar la filosofía dentro de la filosofía. Rebasamiento, creación, exigencia creadora: podemos encantarnos con esos términos, podemos abrirnos a su promesa, pero tales términos no afirman finalmente nada fuera de su propio desgaste si nos retienen todavía junto a nosotros mismos, bajo el cielo de los hombres, prolongado apenas hasta el infinito. Rebasamiento quiere decir rebasamiento sin fin, y nada es tan ajeno a Nietzsche como un tal porvenir de elevación continua. ¿Sería entonces el superhombre sencillamente el hombre mejorado, conducido hasta el extremo de su conocimiento y de su esencia? En verdad, ¿qué es el superhombre? No lo sabemos y Nietzsche, en sentido estricto, no lo sabe. Sabemos solamente lo que significa el pensamiento del superhombre: el hombre desaparece, afirmación que es conducida hasta sus límites cuando se desdobla en la pregunta: ¿el hombre desaparece?
El habla del fragmento no es el habla en donde ya se dibujaría como a contraluz – en blanco- el sitio en donde el superhombre tomará sitio. Es habla de intermedio. Lo intermedio no es el intermediario entre dos momentos, dos tiempos, el del hombre ya desaparecido – ¿pero el hombre desaparecerá? – y el del superhombre, aquel en que lo pasado está por venir – ¿pero vendrá el superhombre y por qué caminos? El habla del fragmento junta al uno con el otro, más bien los separa, es, mientras habla al hablar se silencia la desgarradura móvil del tiempo que mantiene hasta el infinito las dos figuras en donde gira el saber. En esa forma, al señalar por una parte la ruptura, le impide al pensamiento pasar gradualmente del hombre al superhombre, es decir, pensar de acuerdo con la misma medida o inclusive de acuerdo con medidas solamente diferentes, es decir, pensarse a sí mismo de acuerdo con la identidad y la unidad. Por otra parte, señala algo más fuera de la ruptura. Si la idea del rebasamiento – entendida sea en un sentido hegeliano, o sea en un sentido nitzscheano: creación que no se conserva sino que destruye-, no puede bastarle a Nietzsche, si pensar no es solamente trans- pasar, si la afirmación del Eterno Retorno se comprende (en primer lugar) como el fracaso del rebasamiento, ¿nos abre el habla fragmentaria a esa “perspectiva”, nos permite hablar en esa dirección? Tal vez, pero en una forma inesperada. No es ella quien anuncia la ronda por sobre lo que era aquí, allá, y en cualquier otra parte”; no es premonitoria; en sí misma, no anuncia nada, no representa nada; ni es profética ni escatológica. Todo ha sido ya anunciado, cuando ella se enuncia, comprendida la eterna repetición de lo único, la más vasta de las afirmaciones. Su papel es más extraño. Es como si cada vez que lo extremo se dice, ella llamara al pensamiento hacia el exterior (no hacia más allá), señalándole por su fisura que el pensamiento ya ha salido de sí mismo, que está fuera de sí, en relación – sin relación- con una exterioridad de donde está excluído en la medida en que cree poder incluirla y que en cada oportunidad, necesariamente, constituye en realidad la inclusión en donde se encierra. Y es todavía decir demasiado de esta habla al afirmar que “llama” al pensamiento, como si detentara alguna exterioridad absoluta que ella tendría por función hacer resonar como lugar jamás situado. No dice, con relación a lo que ya ha sido dicho, nada nuevo, y si a Nietzsche le hace comprender que el Eterno Retorno (en donde se afirma eternamente todo lo que se afirma) no podría ser la última afirmación, no es porque ella afirme algo más, es porque lo repite en el modo de la fragmentación.
En ese sentido, está “ligada” con la revelación del Eterno Retorno. El Eterno Retorno dice el tiempo como eterna repetición, y el habla del fragmento repite esta repetición quitándole toda eternidad. El Eterno Retorno dice el ser del devenir, y la repetición lo repite como la incesante cesación del ser. El Eterno Retorno dice el eterno retorno de lo Mismo, y la repetición dice el rodeo en donde lo Otro se identifica con lo Mismo para llegar a ser la no- identidad de lo Mismo y para que lo Mismo llegue a su vez, en su retorno que extravía, siempre distinto a sí mismo. El Eterno Retorno dice, habla extraña, maravillosamente escandalosa,la eterna repetición de lo único, y la repite como la repetición sin origen, el recomienzo en donde recomienza lo que sin embargo jamás ha comenzado. Y en esa forma, repitiendo hasta el infinito la repetición, la hace en cierta forma paródica, pero al mismo tiempo la sustrae a todo lo que tiene poder de repetir: a la vez porque la dice como afirmación no identificable, irrepresentable, imposible de reconocer, y porque la arruina al restituírla, bajo las especies de un murmullo indefinido, al silencio que él arruina a su vez haciéndolo escuchar como el habla que, desde el más profundo pasado, desde lo más lejano del porvenir, ya ha hablado siempre como habla siempre aún por venir.
Yo anotaría que la filosofía de Nietzsche deja de lado la filosofía dialéctica, no tanto discutiéndola sino, más bien repitiéndola, es decir, repitiendo los principales conceptos o momentos que ella desvía: así, por ejemplo, la idea de la contradicción, la idea del rebasamiento, la idea de la transvaloración, la idea de la totalidad y sobre todo, la idea de la circularidad, de la verdad o de la afirmación como circular.
El habla del fragmento no es habla más que en último término. Esto no quiere decir que ella sólo hable al fin, sino que atraviesa y acompaña, en todos los tiempos, todo saber, todo discurso, con otro lenguaje que lo interrumpe llevándolo, en la forma de un redoblamiento, hacia la exterioridad en donde habla lo ininterrumpido, el fin que no acaba. En la estela de Nietzsche esa habla hace entonces siempre alusión al hombre que desaparece no desapareciendo, al superhombre que viene sin venir, e inversamente, al superhombre ya desaparecido, al hombre no llegado todavía: alusión que es el juego del olvido y de lo indirecto. Confiarse a ella es excluírse de toda confianza. De toda confianza: de toda desconfianza, comprendida la fuerza del desafío mismo. Y cuando Nietzsche dice: “El desierto crece”, ella ocupa el lugar de ese desierto sin ruinas, con la única diferencia de que en ella la devastación siempre más vasta está contenida siempre en la dispersión de los límites. Devenir de inmovilidad. Ella se guarda de desmentir que pueda parecer hacerle el juego al nihilismo y prestarle, en su no conveniencia, la forma que le conviene. Cuántas veces deja atrás sin embargo este poder de negación. No es que el burlarlo lo deje sin papel. Le deja, por el contrario, el campo libre. Nietzsche ha reconocido – es ese el sentido de su incesante crítica platónica- que el ser era luz y ha sometido la luz del ser a la acción de la mayor sospecha. Momento decisivo en la destrucción de la metafísica y, ante todo, de la ontología. La luz le da como medida al pensamiento la pura visibilidad. Pensar es desde ese momento ver claro, mantenerse en la evidencia, someterse al día que hace aparecer todas las cosas en la unidad de una forma, es hacer elevar el mundo bajo el cielo de luz, como la forma de las formas, siempre iluminada y juzgada por el sol que no se oculta. El sol es la superabundancia de claridad que da vida, pero al mismo tiempo el formador que sólo retiene la vida en la particularidad de una forma. El sol es la soberana unidad de la luz, es bueno, él es el Bien, el Uno superior que nos hace respetar todo lo que está “encima” como el único lugar visible del ser. Nietzsche no critica en un principio en la ontología más que su degeneración en metafísica, el momento en que con Platón la luz se hace idea y hace de la idea la supremacía de lo ideal. Sus primeros libros -y casi en todas sus obras hay un recuerdo de sus primeras preferencias- mantienen el valor de la forma y, frente al oscuro terror dionisíaco, la tranquila dignidad luminosa que nos protege del pavoroso abismo. Pero tal como Dionisios al dispersar a Apolo se convierte en el único poder sin unidad que se mantiene todo lo divino, Nietzsche busca poco a poco liberar el pensamiento relacionándolo con lo que no se deja comprender ni como claridad ni como forma. Tal es en definitiva el papel de la Voluntad de Poder. No es como poder como se impone en principio el poder de la voluntad, y no es como violencia dominadora como la fuerza se convierte en lo que es indispensable pensar. Pero la fuerza escapa a la luz; no es algo que solamente estaría privado de luz, la oscuridad que aspira todavía al día; es, escándalo de los escándalos, algo que escapa a toda referencia óptica; y, en consecuencia, si bien siempre actúa exclusivamente bajo la determinación y en los límites de una forma, siempre la forma – la disposición de una estructura- , la deja escapar. Ni visible ni invisible.
“¿Cómo comprender la fuerza o la debilidad en términos de claridad y oscuridad?” (Jacques Derrida). La forma deja escapar la fuerza, pero lo informe no la recibe. El caos, lo indiferenciado sin límites, de donde se desvía toda mirada, ese lugar metafórico que organiza la desorganización, no le sirve de matriz. Sin relación alguna con la forma, inclusive cuando éste se abriga en la profundidad amorfa, negándose a dejarse alcanzar por la claridad y la no claridad, la “fuerza” ejerce sobre Nietzsche un atractivo hacia el cual él también siente repulsión (”Bochorno del poder”), pues ella interroga al pensamiento en términos que van a obligarlo a romper con su historia. ¿Cómo pensar la “fuerza”, cómo decir la “fuerza”?
La fuerza dice la diferencia. Pensar la fuerza es pensarla por la diferencia. Esto se entiende en primer lugar de una manera cuasi analítica: quien dice la fuerza la dice siempre múltiple; si hubiera unidad de fuerza, la fuerza no se daría. Gilles Deleuze ha expresado este hecho con una decisiva simplicidad. “Toda fuerza está en una relación esencial con otra fuerza. El ser de la fuerza es plural, sería absurdo pensarlo en singular.” Pero la fuerza no es solamente pluralidad. Pluralidad de fuerzas quiere decir fuerzas distintas, que se relacionan entre sí por la distancia que las pluraliza y que son en ella como la intensidad de su diferencia. (”Es desde lo alto de ese sentimiento de distancia, dice Nietzsche, que uno se arroga el derecho de crear valores o de determinarlos: ¿qué importa la utilidad”) En esa forma, la distancia que separa las fuerzas, es también su correlación y, de una manera todavía más característica, es no solamente lo que desde el exterior las distingue sino lo que desde dentro constituye la esencia de su distinción. Dicho de otra manera: lo que las tiene a distancia desde el exterior, es sólo su intimidad, por la que actúan y subsisten, no siendo por consiguiente reales dado que no tienen realidad en sí mismas, sino sólo relaciones, relaciones sin términos. Ahora bien, ¿qué es la Voluntad de Poder? “Ni un ser, ni un devenir, sino un pathos”: la pasión de la diferencia.
La intimidad de la fuerza es exterioridad. La exterioridad así afirmada no es la tranquila continuidad espacial y temporal, continuidad cuya clave nos la da la lógica del logos – el discurso sin solución de continuidad. La exterioridad – tiempo y espacio- es siempre exterior a sí misma. No es correlativa, centro de correlaciones, sino que instituye la relación a partir de una interrupción que no une. La diferencia es la retención de la exterioridad; lo exterior es la exposición de la diferencia, diferencia y exterior designan la distancia original – el origen que es la disyunción misma y siempre cortada de sí misma. La disyunción, allí en donde el tiempo y el espacio se juntan disyuntándose, coincide con lo que no coincide, la no coincidente que de antemano aleja de toda unidad.
Tal como alto, bajo, noble, innoble, señor, esclavo no tienen en sí mismos sentido, ni valores establecidos, sino que afirman la fuerza en su diferencia siempre positiva (es esta una de las más seguras anotaciones de Deleuze; jamás la relación esencial de una fuerza con otra es concebida como un elemento negativo), también la fuerza siempre plural, si no para Nietzsche sí por lo menos para el Nietzsche que solicita la escritura fragmentaria, parece plantearse únicamente para someter el pensamiento a la prueba de la diferencia, no siendo ésta derivada de la Unidad ni tampoco implicándola. Diferencia que no se puede sin embargo llamar primera, como si, al inaugurar un comienzo, remitiera, paradójicamente a la Unidad como segundo término. Sino diferencia que siempre difiere y en esa forma no se da jamás en el presente de una presencia, o no se deja aprehender en la visibilidad de una forma. Difiriendo en cierta forma de diferir y, en ese desdoblamiento que la sustrae a sí misma, afirmándose como la discontinuidad misma, la diferencia misma. Aquella que está en juego allí en donde actúa la disimetría como espacio, la discreción o la distracción como tiempo, la interrupción como habla y el devenir como el campo “común” de esas otras tres relaciones de dehiscencia.
Puede suponerse que si con Nietzsche el pensamiento ha tenido necesidad de la fuerza concebida como “juego de fuerzas y ondas de fuerzas” para pensar la pluralidad y para pensar la diferencia, exponiéndose así a sufrir todos los avatares de un aparente dogmatismo, es porque tiene el presentimiento de qué la diferencia es movimiento o, más exactamente, determina el tiempo y el devenir en donde ella se inscribe, tal como el Eterno Retorno hará presentir que la diferencia se experimenta como repetición y la repetición es diferencia. La diferencia no es regla intemporal, fijación de ley. Es, como lo ha descubierto Mallarmé poco más o menos por esa misma época, el espacio en cuanto “se espacia y se disemina” y el tiempo: no la homogeneidad orientada del devenir, sino el devenir cuando éste “se interrumpe, se intima”, y en esa interrupción no se continúa sino que se descontinúa; de allí sería necesario concluir que la diferencia, juego del tiempo y del espacio, es el juego silencioso de las relaciones, “la múltiple desenvoltura” que rige la escritura, lo cual equivale a afirmar atrevidamente que la diferencia, esencialmente, escribe.
“El mundo es más profundo que lo que el día lo piensa.” Con ello N¡etzsche no se contenta con recordar la noche estigiana. Sospecha mucho más, interroga más profundamente. ¿Por qué dice Nietzsche, esa relación entre el día, el pensamiento y el mundo? ¿Por qué lo que decimos del día, lo decimos también con confianza del pensamiento lúcido y, en esa forma, creemos tener el poder de pensar el mundo? ¿Por qué la luz y el vernos proporcionan todos los modos de aproximación de los que querríamos que el pensamiento – para pensar el mundo- esté provisto? ¿Por qué la intuición – la visión intelectual- no es propuesta como el gran don de que estarían privados los hombres? ¿Por qué ver las esencias, las Ideas, por qué ver a Dios? Pero el mundo es más profundo. Y tal vez se responda que cuando se habla de la luz del ser se está usando un lenguaje metafórico. Pero, ¿por qué, entre todas las metáforas posibles, predomina la metáfora óptica? ¿ Por qué esta luz, la cual, en cuanto metáfora, se ha convertido en la fuente y el recurso de todo conocimiento y ha subordinado así todo conocimiento al ejercicio de una (primera) metáfora? ¿Por qué este imperialismo de la luz?
Estas preguntas están latentes en Nietzsche, a veces en suspenso, cuando construye la teoría de perspectivismo, es decir, del punto de vista, teoría que Nietzsche, es verdad, arruina, al llevarla a su término. Preguntas latentes, preguntas que están en el fondo de la crítica de la verdad, de la razón y del ser. El nihilismo es invencible mientras que, al someter el mundo al pensamiento del ser, acojamos y busquemos la verdad a partir de la luz de su sentido, pues es quizá en la luz misma en donde él se disimula. La luz alumbra; esto quiere decir que la luz se oculta, allí reside su carácter malicioso. La luz alumbra: lo que está iluminado se presenta en una presencia inmediata, que descubre sin descubrir lo que lo manifiesta. La luz borra sus huellas; invisible, hace visible; garantiza el conocimiento directo y asegura la presencia plena, mientras que se retiene a sí misma en lo indirecto y se suprime como presencia. Su engaño consistiría entonces en sustraerse en una ausencia resplandeciente, infinitamente más oscura que ninguna oscuridad, puesto que aquella que le es propia es el acto mismo de la claridad, puesto que la obra de la luz sólo se realiza allí, en donde la luz nos hace olvidar que algo que es como la luz está actuando (haciéndonos así olvidar en la evidencia en donde se guarda, todo lo que supone, esa relación con la unidad a la cual remite y que es su verdadero sol). La claridad: la no luz de la luz; el no ver del ver. La luz es engañosa, en esa forma (por lo menos) doblemente: porque nos engaña sobre ella y nos engaña dando por inmediato lo que no lo es, como simple lo que no es simple. El día es un falso día no porque haya un día más verdadero sino porque la verdad del día, la verdad sobre el día, está disimulada por el día; es sólo bajo esa condición como vemos claro: a condición de no ver la claridad misma. Pero lo más grave – en todo caso, lo más preñado de consecuencias- sigue siendo la duplicidad con que la luz nos hace entregarnos al acto de ver, como a la simplicidad, y nos propone la inmediatez como el modelo del conocimiento, mientras que esa misma luz sólo actúa haciéndose disimuladamente mediadora, por una dialéctica de ilusión en donde se nos escapa.
Parece como si Nietzsche pensara o más exactamente, escribiera (cuando él se somete a la exigencia de la escritura fragmentaria) bajo una doble sospecha que lo inclina a un doble rechazo: rechazo de lo inmediato y rechazo de la mediación. Es de lo verdadero, sea que éste se nos dé por el movimiento desarrollado del todo o en la simplicidad de una presencia manifiesta surja al final de un discurso coherente o se afirme de entrada en un habla directa, plena y unívoca, es de lo verdadero, en alguna medida inevitable, de lo que debemos intentar alejamos, si queremos,”nosotros, filósofos del más allá, más allá del Bien y del Mal”, hablar, escribir en dirección de lo desconocido. Doble ruptura, tanto más dominante puesto que jamás puede realizarse, puesto que sólo se realiza como sospecha. Y sospecha que es todavía una mirada, lo oblicuo de la visión directa. El vacío de la evidencia, la ficción de lo verdadero, la duplicidad de lo único, el alejamiento de la presencia, la carencia del ser: esto es poco, si es además necesario sospechar de la sospecha, volver a hallar en la perfidia de los ojos semicerrados (”que guiñan”) la confianza de la entera claridad, en la mentira el ímpetu de lo verdadero, en el Otro inclusive lo Mismo, en el devenir siempre el ser. Y en el habla que denuncia todo esto, el sentido que no es más que la luz que siempre se anuncia, a través de la transparencia de una forma estable, como visible.
“¿Y saben ustedes lo que es el ‘mundo para mí’? ¿Quieren ustedes que se lo muestre en mi espejo?” Nietzsche piensa el mundo: esa es su preocupación. Y cuando piensa el mundo, ya sea como “un monstruo de fuerzas”, “ese mundo- misterio de la voluptuosidades dobles”, “mi mundo dionisíaco” o como el juego del mundo, ese mundo que tenemos delante, el enigma que es la solución de todos los enigmas, no es el ser lo que él piensa. Por el contrario, con razón o sin ella, Nietzsche piensa el mundo para liberar el pensamiento tanto de la idea del ser como de la idea del todo, de la exigencia de sentido como de la exigencia del Bien: para liberar el pensamiento del pensamiento, obligándolo, no a abdicar, sino a pensar más de lo que puede pensar, a pensar otra cosa fuera de sus posibles. 0 aun a hablar diciendo ese “más”, ese “además” que precede y sigue a toda habla. Se puede criticar ese procedimiento; no se puede renunciar a lo que se anuncia en él. Para Nietzsche, ser, sentido, meta, valores, Dios, y el día y la noche y el todo y la Unidad sólo tienen validez dentro del mundo, pero el “mundo” no se puede pensar, no se puede decir como sentido, como todo: menos aún como otro- mundo. El mundo es su exterior mismo: la afirmación que desborda todo poder de afirmar y que es, en lo incesante de la discontinuidad, el juego de su perpetuo redoblamiento – Voluntad de Poder, Eterno Retorno.
Nietzsche se expresa todavía de otra manera: “El mundo, el infinito de la interpretación (el despliegue de una designación al infinito)”. De allí la obligación de interpretar. ¿Pero quién, entonces, interpretará? ¿El hombre? ¿Y qué clase de hombre? Nietzsche responde: No se tiene el derecho de preguntar, ‘¿quién es entonces quien interpreta? El interpretar mismo, forma de la voluntad de poder, es lo que existe (no como ’ser’ sino como ‘proceso’, como ‘devenir’) en cuanto pasión” (1). Fragmento: rico en enigmas. Puede entendérselo – y esto le ocurre a Nietzsche- como si la filosofía tuviera que ser filosofía de la interpretación. El mundo está por interpretar, la interpretación es múltiple. Nietzsche dirá inclusive que “comprenderlo todo” sería “desconocer la esencia del conocimiento”, pues la totalidad no coincide con la medida de lo que hay que comprender, ni ella agota el poder de interpretar (interpretar implica que no haya término). Pero Nietzsche va todavía más lejos: “Unsere Werte- sind in die Dinge hineinterpretiert: nuestros valores son introducidos en las cosas por el movimiento que interpreta.” ¿Estaríamos entonces ante un subjetivismo integral, las cosas no tienen otro sentido que el que les da el sujeto que las interpreta según su real entender? “No hay hecho en sí, dice Nietzsche, siempre debe comenzarse por introducir un sentido para que pueda haber un hecho”. Sin embargo, en nuestro fragmento, Nietzsche destrona al “¿quién?” (2), no autoriza ningún sujeto interpretativo, no reconoce la interpretación más que como el devenir neutro, sin sujeto y sin complemento, del interpretar mismo, el cual no es un acto sino una pasión y, a ese título, posee “Dasein” un Dasein sin Sein, como corrige Nietzsche inmediatamente. El interpretar, el movimiento de interpretar en su neutralidad, es algo que no puede tenerse por un medio de conocimiento, el instrumento del cual dispondría el pensamiento para pensar el mundo. El mundo no es objeto de interpretación, tal como no le conviene a la interpretación darse un objeto, aunque éste fuese ilimitado, del cual ella se distinguiría. El mundo: el infinito del interpretar. Interpretar: el infinito: el mundo. Esos tres términos sólo pueden ser dados en una yuxtaposición que no los confunde, no los distingue, no los pone en relación y, en esa forma, responde a la exigencia de la escritura fragmentaria.
“Nosotros, filósofos del más allá…, que somos en realidad intérpretes y augures maliciosos; nos ha tocado estar colocados como espectadores de las cosas europeas, ante un texto y todavía no descifrado…” Puede entenderse lo dicho como afirmación de que el mundo es un texto y que sólo se trata de llevar su exégesis a buen término, con el objeto de que revele su sentido justo: trabajo de probidad filológica. ¿Pero escrito por quién? ¿E interpretado con relación a qué significación previa? El mundo no tiene sentido, el sentido es interior al mundo; el mundo: la exterioridad del sentido y del no sentido. Aquí, puesto que se trata de un acontecimiento interior a la historia -las cosas europeas- , aceptamos que contenga una especie de verdad. ¿Pero si se trata del “mundo”? ¿Y si se trata de la interpretación -del movimiento neutro del interpretar, el cual no tiene ni objeto ni sujeto, del infinito de un movimiento que no se relaciona con nada fuera de sí mismo (y esto es todavía mucho decir, pues es movimiento sin identidad), que en todo caso no tiene nada que lo preceda con qué relacionarse y ningún término capaz de determinarlo? ¿Del interpretar, ser sin ser, pasión y devenir de diferencia? El texto entonces bien merece ser calificado de misterioso: no quiere esto decir que contendría un misterio que sería su sentido, sino que, si él es un nuevo nombre para el mundo -ese mundo, enigma, solución de todos los enigmas-, si es la diferencia que está en juego en el movimiento de interpretar y está en él como lo que en éste lleva siempre a diferir, a repetir definiendo, si, en fin, en el infinito de su dispersión (y en esto, Dionisios), en el juego de su fragmentación y, para ser más exactos, en el desbordamiento de lo que lo sustrae, afirma ese más de la afirmación que no se mantiene bajo la exigencia de una claridad, ni se da en la forma de una forma, entonces ese texto que ciertamente no ha sido aún escrito, tal como el mundo no ha sido producido de una vez por todas, ese texto, sin separarse del movimiento de escribir en su neutralidad, nos da la escritura o, más bien, por él la escritura se da como aquello que al alejar el pensamiento de todo visible y todo invisible, puede liberarlo de la primacía de la significación, comprendida como luz o retiro de la luz, y quizá liberarlo de la exigencia de la Unidad, es decir, de la primacía de toda primacía, puesto que la escritura es diferencia, puesto que la diferencia escribe.
Al pensar el mundo Nietzsche lo piensa como un texto ¿Se trata una metáfora? Al pensar el mundo a esa profundidad que el día no alcanza, introduce una metáfora que parece restaurar al día en sus derechos; pues, ¿qué es un texto? Un conjunto de fenómenos que se mantienen bajo la vista y ¿qué es escribir sino dar a ver, hacer aparecer, llevar a la superficie? Nietzsche no tiene buena idea del lenguaje. “El lenguaje está fundamentado sobre el más ingenuo de los prejuicios. Si nuestra lectura, al leer las cosas, descubre problemas, desarmonías, es porque pensamos en la forma del lenguaje y desde ese momento ponemos nuestra fe en ‘la eterna verdad’ de la ‘razón’ (por ejemplo: sujeto, predicado, etc.). Dejamos de pensar desde el momento en que queremos no pensar bajo la presión del lenguaje”. Dejemos de lado la objeción según la cual es todavía en forma de lenguaje como Nietzsche denuncia al lenguaje. No respondamos tampoco designando en la palabra, potencia de falsificación, esa buena voluntad de ilusión que sería propia del arte. La primera objeción nos arroja a la dialéctica; la segunda nos remite a Apolo quien, habiendo sido dispersado desde hace mucho en Dionisios, no podría ampararnos e impedir que perezcamos si chocamos alguna vez con lo verdadero. (”Tenemos el arte para que la verdad no nos haga perecer.” Frase que sería la más despectiva que pueda pronunciarse jamás sobre el arte si no se invirtiera inmediatamente para decir: ¿Pero tenemos nosotros el arte? ¿Y tenemos nosotros la verdad, así fuese a cambio de perecer? ¿Y es que al morir, perecemos? “Pero el arte es de una seriedad terrible.”)
El mundo: un texto; el mundo: “juego divino más allá del Bien y del Mal”. Pero el mundo no está significado en el texto; el texto no hace al mundo visible, legible, aprehensible en la articulación móvil de las formas. El escribir no remite a ese texto absoluto que nosotros tendríamos que reconstruir a partir de fragmentos, en las lagunas de la escritura. No es tampoco a través de los resquicios de lo que se escribe, en los intersticios así delimitados, en las pausas así ordenadas, por los silencios así reservados, como el mundo, lo que siempre desborda al mundo, se testimonia en la infinita plenitud de una afirmación muda. Pues es entonces, so pena de caer en complicidad con un misticismo ingenuo e indigente, cuando sería necesario reír y retirarse diciendo en esa risa: Mundus est fabula. En el Crepúsculo de los dioses, Nietzsche precisa su sospecha sobre el lenguaje; es la misma sospecha que abriga sobre el ser y sobre la Unidad. El lenguaje implica una metafísica, la metafísica. Cada vez que hablamos, nos ligamos al ser, decimos, aunque sea en forma subentendida, el ser, y mientras más brillante es nuestra habla, más brilla con la luz del ser. “En efecto, nada tiene hasta ahora una fuerza de persuasión mas ingenua que el error del ser… pues él está en cada palabra, en cada frase que pronunciamos.” Y Nietzsche agrega, con una profundidad que no ha cesado de sorprendernos: “Temo que jamás logremos deshacernos de Dios, pues creemos todavía en la gramática” Sin embargo, ello ocurre “hasta ahora”. Teniendo en cuenta tal restricción, ¿debemos concluir que estamos en un momento de cambio – traído por la necesidad- en que, en cambio de nuestro lenguaje, por el juego de su diferencia hasta ahora replegada en la simplicidad de una visión e igualada en la luz de una significación, se desprendería otro tipo de exteriorización, la cual, en ese hiato abierto en ella, en la disyunción que es su espacio, dejaría de abrigar a esos huéspedes insólitos por demasiado frecuentes, tan poco tranquilizadores por ser tan seguros, embozados pero cambiantes sin cesar bajo sus máscaras, a saber la divinidad en forma de logos, el nihilismo como razón?
El mundo, el texto sin pretexto, el entrelazamiento sin trama y sin textura. Si el mundo de Nietzsche no se nos entrega en un libro y con mucha mayor razón en ese libro que le fue impuesto por el enfatuamiento de la cultura bajo el título de la Voluntad de poder, es porque él nos llama fuera del lenguaje que es la metáfora de una metafísica, habla en donde el ser está presente en la luz doble de una representación. No se desprende de allí el que ese mundo sea indecible, ni que pueda expresarse en una manera de decir. Nos advierte solamente que si estamos seguros de no tenerlo jamás en una habla ni fuera de ella el único destino que conviene es que el lenguaje, en perpetua continuidad, en perpetua ruptura, y sin tener otro sentido que esa continuidad y esa ruptura, ya se calle o ya hable, juego siempre jugado, siempre deshecho, persista indefinidamente sin cuidarse de tener algo – el mundo- que decir, ni alguien – el hombre con la estatura del superhombre- para decirlo. Como si no tuviera otra oportunidad de hablar del “mundo” a no ser hablándose de acuerdo con la exigencia que le es propia, la de hablar sin cesar y, según esta exigencia que es la de la diferencia, dejando siempre de hablar. ¿El mundo? ¿Un texto? El mundo remite el texto al texto, tal como el texto remite el mundo a la afirmación del mundo. El texto: seguramente una metáfora, la cual, sin embargo, si ese texto no pretende seguir siendo la metáfora del ser, no es tampoco la metáfora de un mundo liberado del ser: metáfora cuando más de su propia metáfora.
Esta continu¡dad que es ruptura, esta ruptura que no interrumpe, esta perpetuidad de la una y de la otra, de una interrupción sin interrupción, de una continuidad sin continuidad, ni progreso de un tiempo, ni inmovilidad de un presente, perpetuidad que nada perpetúa, no dura nada, no cesa nunca, retorno y no retorno de una atracción sin atract1vo: ¿es eso el mundo? ¿es eso el lenguaje? ¿el mundo que no se dice? ¿el lenguaje que no tiene que decir mundo? ¿El mundo? ¿Un texto?
Fragmentos, azar, enigma; Nietzsche piensa esas palabras en conjunto, particularmente en el Zaratustra. Su tentación es entonces doble. Por una parte, siente dolor, errante entre los hombres, al verlos sólo bajo la forma de fragmentos, siempre divididos, esparcidos, como en un campo de carnicería o de matanza. Se propone entonces, gracias al esfuerzo del acto poético, llevar juntos e inclusive conducir hasta la Unidad – unidad del porvenir- esos fracasos, esos despojos y azares del hombre: sería este el trabajo del todo, la realización de lo integral. “Und das ist mein Dichten und Trachten, dass ich in Eins dichte und zusammentrage,was Bruchstrück ist und Rätsel und grauser Zufall: Y todo el denso designio de mi acto poético es conducir poéticamente a la Unidad al llegar al conjunto lo que es sólo fragmento, enigma, azar atroz.”
Pero su Dichten, su decisión poética, tiene también una dirección completamente distinta. Redentor del azar: tal es el nombre que reivindica. ¿Qué significa esto?. Salvar el azar no quiere decir hacerlo entrar en la serie de las condiciones; eso no sería salvarlo sino perderlo. Salvar el azar es guardarlo a salvo de todo que le impediría afirmarse como el azar pavoroso, aquel que no podría abolir el tiro de los dados. E igualmente, ¿qué sería descifrar el enigma? ¿Descifrar (interpretar) el enigma sería simplemente hacer pasar lo desconocido a lo conocido, o todo lo contrario, quererlo como enigma en el habla que lo elucida, es decir, abrirlo, más allá de la claridad del sentido, a ese lenguaje otro que no rige la luz ni oscurece la ausencia de luz. Según esto, los despojos, los fragmentos no deben aparecer como momentos de un discurso todavía incompleto, sino como ese lenguaje, escritura de fractura, por la cual el azar, al nivel de la afirmación, sigue siendo aleatorio y el enigma se libera de la intimidad de su propio secreto para, al escribirse, exponerse como el enigma mismo que mantiene la escritura, dado que esta lo vuelve a abrigar siempre en la neutralidad de su propio enigma.
Cuando Nietzsche escribe “Y mi mirada bien puede huir del ‘ahora’ al ‘ayer’; pero lo que siempre encuentra es lo mismo: despojos, fragmentos, azares horribles – pero en ninguna parte a los hombres”, nos obliga a interrogarnos de nuevo, no sin espanto ¿es que habría alguna incompatibilidad entre la verdad del fragmento y la presencia de los hombres? ¿Allí en donde hay hombres, está prohibido mantener la afirmación del azar, de la escritura sin discurso, el juego de lo desconocido? ¿Qué significa, sí es que la hay, esta incompatibilidad? Por una parte, el mundo, presencia, transparencia humanas; por otra, la exigencia que hace temblar la tierra, “cuando retumban, creadoras y nuevas, las palabras, y los dioses lanzan los dados”. 0 para ser precisos, ¿deben los hombres desaparecer en alguna forma para comunicar? Pregunta solamente planteada y que, en esa forma, no está ni siquiera todavía planteada como pregunta. Con mucha mayor razón si se la continúa así: – el Universo (lo que está vuelto hacia el Uno), el Cosmos (con la presunción de un tiempo físico orientado, continuo, homogéneo, aunque irreversible y evidentemente universal e inclusive suprauniversal), lejos de reducir al hombre con su sublime majestad a esa nada que aterraba a Pascal, ¿no serían la salvaguarda y la verdad de la presencia humana? ¿Y esto no por el hecho de que al concebirlo así los hombres construyeran todavía el cosmos de acuerdo con una razón que sería únicamente suya, sino porque sólo habría realmente cosmos, Universo, todo, por la sumisión a la luz que representa la realidad humana, cuando, ella es presencia, mientras que allí en donde surgen el “conocer”, el escribir, quizá el hablar, se trata de un “tiempo” absolutamente diferente y de una ausencia tal que la diferencia que la rige, desconcierta, descentra la realidad misma del Universo, el Universo como objeto real del pensamiento? Dicho en otra forma, ¿no habría solamente incompatibilidad entre el hombre y el poder de comunicar que es su exigencia más propia sino que ésta se daría también entre el Universo – sustituto de un Dios y garantía de la presencia humana- y el habla sin huellas en donde la escritura sin embargo nos llama y nos llama en cuanto hombres?
Interpretar: el infinito: el mundo. ¿El mundo? ¿Un texto? El texto: el movimiento de escribir en su neutralidad. Cuando, al plantear esos términos, los planteamos con el cuidado de mantenerlos fuera de sí mismos sin hacerlos salir sin embargo, de sí, no ignoramos que pertenecen siempre al discurso preliminar que ha permitido, en un cierto momento, adelantarlos. Arrojados delante, esos términos no se separan todavía del conjunto. Lo prolongan por la ruptura: dicen esta continuidad- ruptura en virtud de la cual, movimiento disyuntivo, ellos se dicen. Aislados como por discreción, pero por una discreción ya indiscreta (muy marcada); se siguen, y lo hacen en tal forma que esa sucesión no lo es, puesto que, al no tener ninguna otra relación fuera de un signo de puntuación, signo de espacio – con el que el espacio se indica como tiempo de indicación- , se disponen también, como lo habían hecho antes, en una simultaneidad reversible- irreversible; se suceden pero dados en conjunto; dados en conjunto pero aparte, sin constituir un conjunto; se intercambian de acuerdo con una reciprocidad que los iguala, de acuerdo con una irreciprocidad lista siempre a invertirse: llevando así a la vez y rechazando siempre tanto las maneras del devenir como todas las posiciones de la pluralidad espacial. Ocurre así porque se escriben: designados por la escritura, la designan explícitamente, implícitamente, al venir de ella que viene de ellos, regresando siempre a ella en cuanto se separan de ella, por esa diferencia que escribe siempre.
Palabras yuxtapuestas, pero cuya distribución se confía a signos que son modos del espacio y que hacen de éste un juego de relaciones en donde el tiempo está en juego; se los llama signos de puntuación. Comprendemos que no están allí para reemplazar frases de la que ellos tomarían silenciosamente un sentido. (Tal vez, sin embargo, se podría compararlos con el misterioso sive de Spinoza: deus sive natura, causa sive ratio, intelligere sive agere, por el cual se inaugura una articulación, un nuevo modo, especialmente con relación a Descartes, inclusive si parece haber sido tomado de él.) El hecho de que sean más indecisos, es decir, más ambiguos, no es lo importante. Su valor no es un valor de representación. No están en lugar de nada, salvo el vacío que animan sin declararlo. Lo que ellos retienen con su acento es, en efecto, el vacío de la diferencia, impidiéndole sin darle forma, perderse en la indeterminación. Por una parte, su papel es de impulso: por otra (y es lo mismo), de suspenso, pero la pausa instituida por ellos tiene como carácter particular el de no instituir los términos cuyo paso aseguran o detienen, ni tampoco instituírlos: como si la alternativa de lo positivo y lo negativo, la obligación de comenzar por afirmar el ser, cuando se quiere negarlo, fuera por fin quebrantada aquí, enigmáticamente. Signos que no tienen, es claro, ningún valor mágico. Todo su precio (aunque sean suprimidos o no hubieran sido todavía inventados, y aunque en cierto modo siempre desaparecen en lo accesorio o lo accidental de una grafía) proviene de la discontinuidad – la ausencia no susceptible de tomar figura y sin fundamento- , cuyo poder no llevan sino más bien soportan, en donde la laguna se hace cesura, después cadencia y quizá unión. Es por articular el vacío como vacío, por estructurarlo en cuanto vacío extrayendo de él la extraña irregularidad que siempre lo especifica desde el principio como vacío, por lo que los signos de espacio – puntuación, acento, separación, ritmo (configuración)- , preliminar de toda escritura, realizan el juego de la diferencia y están comprometidos en él. No quiere esto decir que esos signos sirvan para traducir el vacío o para hacerlo visible, a la manera de una anotación musical: por el contrario, lejos de retener lo escrito al nivel de los rasgos que éste deja o de las formas que concretiza, su propiedad consiste en indicar en él la desgarradura, la ruptura incisiva (el trazo invisible de un rasgo) por la cual lo interior retorna eternamente a lo exterior, mientras que se designa allí al poder de dar sentido – y por ello como su origen- al apartamiento que siempre lo aparta.
Diferencia: la no identidad de lo mismo, el movimiento de la distancia, el devenir de la interrupción. La diferencia lleva en su prefijo, el rodeo en donde todo poder de dar sentido busca su origen en el apartamiento que lo aparta. El “diferir” de la diferencia es llevado por la escritura, pero jamás está inscrito por ella, exige, de ésta, por el contrario, que, en últimas, no se inscriba que, como devenir sin inscripción, describe una ausencia de irregularidad que ningún trazo estabiliza (no le da forma) y que, trazo sin huella, sólo esté circunscrita por el eclipsamiento incesante de lo que la determina.
Diferencia: la diferencia sólo puede ser diferencia de habla, diferencia parlante, que permite hablar, pero sin acceder ella misma directamente al lenguaje – o accediendo a él, con lo cual entonces nos remite a lo extraño de lo neutro en su rodeo, a aquello que no se deja neutralizar. Habla que siempre de antemano, en su diferencia, se destina a la exigencia escrita. Escribir: trazo sin huella, escritura sin transcripción. El trazo de la escritura no será entonces jamás la simplicidad de un trazo capaz de trazarse confundiéndose con su huella, sino la divergencia a partir de la cual comienza sin comienzo la continuidad- ruptura. ¿El mundo? ¿Un texto?
Notas:
(1) Nietzsche dice en otra parte: “La Voluntad de Poder interpreta” pero la voluntad de poder no podría ser sujeto.
(2) ¿Habría además, que suponer al intérprete detrás de la interpretación? Esto es ya poesía, hipótesis.”
Texto extraído de “Nietzsche y la escritura fragmentaria”, Maurice Blanchot, ediciones Calden, Buenos Aires, Argentina, 1973.
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