Estado: nuevo.
Editorial: Ariel.
Precio: $700.
PREFACIO
Martin Heidegger
«Nietzsche», el nombre del pensador figura como título para la cosa [Sache] de su pensar.
La cosa, la causa en litigio, es en sí misma una confrontación (Aus-einander-setzung). Hacer que nuestro pensar penetre en la cosa, prepararlo para ella, ése es el contenido de la presente publicación.
Está constituida por Lecciones impartidas en la Universidad de Friburgo en Brisgovia entre los años 1936 y 1940. A ellas se les agregan ensayos surgidos entre los años 1940 y 1946. Éstos amplían el camino hacia esa confrontación que las lecciones, cada una de ellas, a su vez, en camino, habían abierto.
El texto de las lecciones está dividido según su contenido y no de acuerdo con las horas lectivas. Se ha conservado su carácter de lecciones, lo que implica repeticiones y una inevitable extensión de la exposición.
Intencionadamente, un mismo texto de la obra de Nietzsche es comentado en diversas ocasiones, aunque en cada caso dentro de un contexto diferente. Se ha dejado incluso aquello que para más de un lector pueda resultar conocido, e incluso sabido, porque en cada cosa sabida se oculta aún algo digno de pensarse.
Las repeticiones quisieran brindar la oportunidad de que continuamente vuelvan a pensarse en profundidad unos pocos pensamientos que son determinantes de la totalidad. Si estos pensamientos siguen siendo dignos de pensarse, en qué sentido lo sean y con qué alcance, sólo puede aclararse y decidirse por medio de la confrontación. Respecto del texto de los cursos, se han eliminados las abundantes expresiones expletivas, se han resuelto las frases demasiado complicadas, se ha aclarado lo que era poco claro y se han corregido errores.
Por otro lado, sin embargo, el texto escrito e impreso hace echar de menos las ventajas de la exposición oral.
Tomada en su conjunto, la publicación quisiera proporcionar una visión sobre el camino de pensamiento que he recorrido desde 1930 hasta la Carta sobre el Humanismo (1941). En efecto, las dos pequeñas conferencias impresas durante ese lapso, La doctrina de Platón acerca de la verdad (1942) γ De la esencia de la verdad (1943), ya habían sido escritas en los años 1930-1931. Las Interpretaciones sobre la poesía de Hölderlin (1951), que contienen un ensayo y conferencias de los años 1936 a 1943, solo permiten reconocer algo de ese camino de modo indirecto.
De dónde proviene la confrontación con la causa de Nietzsche, hacia dónde va, podrá mostrarse al lector si emprende el camino que los textos siguientes han transitado.
Friburgo, en Brisgovia, mayo de 1961.
NIETZSCHE FILÓSOFO DIONISIACO
Ezequiel Martínez Estrada
Crítica del cristianismo
La posición de Nietzsche en oposición a toda dogmática del saber, del creer y del obrar es de índole religiosa; su contenido está saturado de una fe ilimitada en ciertas facultades o potestades humanas infalibles contra otras que considera degenerativas. El instinto es, como la fe ciega de Tertuliano, un camino de salvación, pero el instinto de la mente, no del cuerpo.
Tiene el virulento entusiasmo de los reformistas; la música y la poesía suplen el razonamiento erístico. Los cantos del Zarathustra son a la vez los Profetas y los Actos de los apóstoles. Ningún sistema de moral, de lógica, de política ni de metafísica puede oponerse a la necesidad de salvar el alma por la confesión de sus tribulaciones y dudas. Lleva ese deber de la confesión más allá que Kierkegaard, y ninguna monstruosidad le parece que deba callarse; la proclama como los pecadores de Dostoievsky, en público, buscando las palabras más duras y las acusaciones más mortíferas, en el estilo de Lutero. Para Nietzsche como para Erasmo, el pensador tiene los mismos deberes que el sacerdote, sólo que se aplican al intelecto: no se lo puede traicionar, y si predestinadamente ha de cumplir una tarea de devastación, de negación, ése es su sagrado destino. Erasmo y Voltaire a este respecto pueden ser vistos como moralistas supremos: no mancharon su pensamiento, y las cuestiones de moral ordinaria están fuera de esta moral suprema.
También Lutero se arredraba ante la perspectiva de su obra; luchaba contra los demonios a brazo partido. No es casual que haya puesto Nietzsche como epígrafe al V Libro de La Gaya Ciencia la célebre frase de Turena. Lutero acometía para destruir, desmantelar, aniquilar el poder temporal y pastoral de la Iglesia romana en que encontraba depositados los positivos dones de Satanás. La postura filosófica de Nietzsche es idéntica: la Iglesia aquí es el saber oficial. Académico, frío, dogmático: el Sistema. el Canon, la Universidad, la Academia, el Estado. Su filosofía dionisíaca es como la religión dionisíaca de Lutero. También éste proclamó la exaltación, el éxtasis, la música y el arrebato, como sagrada fuerza contra los preceptos y los silogismos tomistas. Da al hombre lo que es del hombre y lo impele en un santo furor, espada en mano. Su posición contra los filisteos de la cultura es la de Cristo contra los fariseos. Nietzsche defiende las aptitudes del hombre, de los superiores poderes del espíritu. Cultura es para él como mundo; una realidad cerrada.
No necesita hablar de Dios porque sabe, desde Eckart, que nombrarlo sólo ya es desfigurarlo y atribuirle un atributo cualquiera, reducirlo. Contra los Padres del cristianismo, Sócrates, de Fedón, Sófocles, de Antígona, el “piccolo santo” se levanta como Lutero contra el diablo mismo. Es la patrística grecolatina, la ingestión de Aristóte1es en lo dionisíaco de los evangelios, lo que le repugna.
Es un puritano en filosofía, que va directamente al texto de la naturaleza y del alma como a libros escritos en lengua musical, no matemática. Razona como un casuísta; penetra en sus análisis mentales como en la reconstrucción de un palimpsesto. Es un filólogo cuando razona, y el examen de Wagner es el método más riguroso empleado jamás en cuestiones de arte. Asimismo procede con la religión, la moral y la lógica. Crea el psicoanálisis, porque perfora las más recónditas capas del alma; penetra hasta el alma de los muertos, de la historia. Su método es ese de no omitir, no descuidar, no tener miedo. En cuestiones de pensamientos hay que tener cuidado de no pecar contra el espíritu. No hay perdón contra ese pecado teologal. Así como Lutero, descubrió la falsedad de toda la dogmática de la cultura. Cristianismo y cultura se basan en malentendidos, en una escala falseada de valores en el aprovechamiento del hombre, reducido a 1a impotencia y la ignorancia; en la creación de la subclase de los estólidos sapientes, El odio a la vida es precisamente lo que ese rozagante y hedónico Lutero encontraba en tanta perversión de los administradores del diablo. La alegría del cristianismo sin mancha, de los primitivos y de San Francisco, es la alegría franciscana de Nietzsche, en el seno maternal de la cultura depurada, sin culturalina, como en la moral limpia, sin moralina.
Son, pues, la filosofía de cátedra y la moral de iglesia los dos blancos contra los cuales asesta sus certeros y penetrantes tiros. Esto forma parte, más que de una concepción filosófica, de una necesidad de su conciencia, y en ella vemos prolongarse a lo largo de sus metamorfosis y crisis las hondas canalizaciones de su adolescencia, cuando se propuso, con voto solemne, defender la pureza del cristianismo y la inexpugnabilidad de sus convicciones.
Siempre fué Nietzsche un hombre religioso, de contextura religiosa, impulsado primero por una divinidad tremenda y luego por un deber intelectual que colinda con las exigencias de una ascesis. No cree ya en lo que antes, mas esto no lo releva de sus solemnes juramentos. La nueva creencia bien vale la misma santidad. “Pues el hecho de que el hombre siga viviendo, sumergido en la vida —escribe Pfänder—, y de esta suerte afirme realmente la vida en lo pequeño, contradice esa su radical indecisión con respecto a ella. Así el hombre crea en su interior un estado de impulcritud espiritual, cuando deja sin solución ese problema, que al fin y al cabo siente, y, sin embargo, continúa arrastrando voluntariamente su vida sobre el vacilante suelo de esa indecisión. Nietzsche odia con todo su corazón estas impurezas del espíritu” (Nietzsche)
Defendió siempre un ideal de pureza de espíritu que, en lugar de aplicarse a la conducta cotidiana de la vida, se aplicó a las faenas no menos responsables y rigurosas del pensar. Era un santo en el orden de las ideas, y la valentía con que puso en el centro de su concepción de la vida la necesidad de ser fiel a su conciencia, nos presenta un caso sin otras semejanzas que las de los místicos de la Reforma, el Renacimiento y el Humanismo: Lutero, Erasmo y Milton son sus hermanos consanguíneos. También fué Nietzsche como ellos, un filólogo conocedor de las lenguas madres de la cultura occidental, de los textos originarios de esa cultura, que leyó e interpretó con la fidelidad de la hermenéutica protestante. La Biblia está reemplazada por las analectas profanas, y ante el mundo occidental decadente y nihilista significaba lo mismo que la corrupcción pontificia para aquellos otros hermanos suyos. Cristianismo y moral eran entendidos en su plano de la cultura como antes la Iglesia y los Concilios, imágenes de un dogma cristalizado sobre la fe desaparecida y códigos de comportamiento petrificados sobre la sensibilidad viva del bien y del mal. En los ataques al cristianismo que siguen al ataque contra Strauss, el último de los teólogos que se aplicaron a la prueba de la mitología cristiana, obtiene sus mejores elementos de asedio en las ideas de Overbeck. “En realidad escribió más en honor del cristianismo que en su deshonor: mídase no la anchura sino la profundidad y adviértase bien en dónde late el corazón” (Heinrich Mann, Nietzsche).
Aun cuando en su espíritu independiente no lo declare, hay en su crítica del cristianismo la idea central de que para la Edad Moderna el cristianismo no es ya una religión sino uno de los objetos que integran el orbe de la cultura occidental. Efectivamente, sus críticas contra el cristianismo en su esencia misma no van contra el aspecto religioso del mismo sino contra el moral y el filosófico; son trabajos de psicología más que de apologética o crítica, y los argumentos que utiliza son de la misma especie con que ataca la civilización contemporánea, a la que acusa de nihilista y decadente. Cultura cristiana y cristianismo filosófico son para él idénticos; así, Wagner, el hombre, se identifica con el músico según el mismo procedimiento con que ya en El origen de la tragedia descargaba sobre Sócrates, el plebeyo, el geómetra de la moral y el optimista de la razón, todo lo que más bien a través de Aristóteles la Iglesia había incorporado a sus Dogmas como fundamentos racionalistas de la fe. En el cristianismo reniega del Fedón más que de los Evangelios. En este sentido ha podido decir Pfänder: “Pero acaso desenmascarando esa caricatura de cristianismo haya contribuído Nietzsche poderosamente al restablecimiento del verdadero cristianismo, y deteniendo la progresiva tiranía del Cristianismo degenerado.
Es una postura dogmática arbitraria de Nietzsche atribuir al cristianismo una función racionalizadora de la moral porque así se confunde la esencia del cristianismo evangélico con el programa político de la Iglesia católica militante.
Pero tiene muchísima razón en cuanto el cristianismo cristaliza, como la rama de Salzburgo, las sales de odio y resentimiento contra la vida, y convierte la tragedia dionisíaca del vivir en una prueba eliminatoria para un premio o un castigo ultraterrenos. Esa enorme inmoralidad encubierta bajo los atavíos de la moral más estricta es lo que desesperaba a Nietzsche, particularmente al percibir que las grandes masas humanas, envilecidas por toda clase de sofismas de poder, se convirtieron en instrumentos ciegos y entusiastas de su propia esclavitud. Otorgarles el poder, en el estado mental demoníaco en que Occidente las ha hundido, es privar al hombre de toda posibilidad de salvación. Pero reconocido finalmente tal status como irremisible, reconoce la civilización como un castigo de Dionisos, que cegaba con la ilusión criminal a sus perseguidores, y proclama el amor a “esa cosa terrible”, como la llama, el amor a la némesis de la historia del hombre, su Amor Fati. Dentro de la forma de pensar de Nietzsche, ¿no podríamos decir que Dionisos se ha valido de un antidionisos, de una máscara de sí mismo, de Cristo, para perdemos? El Cristo político de la Iglesia católica, que ya no es el anarquista de Galilea sino el reclutador de esclavos para la industria de guerra, ¿no es un simulacro infernal del gozoso dios de la vida, del danzante, del corodidáscalos de los faunos, de Dionisos coronado de pámpanos? Éste es también, por cierto, un problema con cuernos, un problema nietzscheano.
Cristo se propone reformar el mundo social por el amor, crear una instancia celestial o de valores sobre la asertórica y conminatoria del interés terrenal, por la piedad, la bondad, la pureza de corazón —todas las virtudes negativas según Nietzsche — que nada tiene que ver con la reforma que preconizan la teología o la ética profesionales y doctorales. Nietzsche debió separar lo que significan las doctrinas y lo que hacen de ellas la ignorancia de los pueblos y la dirección política de la cultura. Es un problema que desde sus días se ha clarificado muchísimo.
El cristianismo tiene un fermento de desorden y por esto, y no por someter y amansar, fué perseguido por Roma hasta que encajó en los planes de dominio de la nueva Roma. Y esto es lo que ha hecho el comando supremo de los intereses capitalistas colonizadores desde fines del siglo pasado. Mediante esta capitulación con que otra vez los vencidos, dominan por el espíritu, el cristianismo se hace efectivamente un instrumento de dominio secular. Se dogmatiza, se racionaliza, se teologiza; pero ya no es el cristianismo sino la cristiandad, los súbditos de la Iglesia, los ejércitos de salvación a ultranza, el santo imperio románico-germánico o de los trusts y consorcios internacionales, el poder terrenal, efectivamente. Lo que Nietzsche ataca en el concepto de cristianismo y de ecclesia, es lo que entendemos por Estado y por súbditos. Todos los defectos que inculpa al cristianismo debió transferírselos a la Iglesia, el Estado arquetípico, y todos los defectos que pertenecen a la Iglesia son comunes con el Estado político nacional, dondequiera existe como lo conocemos desde el siglo XVI.
Lo que combatió Nietzsche en el cristianismo y en la filosofía platónica es la escolástica. Está en la misma línea de Reuchlin, Melanchton y Erasmo. La política y los apologistas habían creado una filosofía del cristianismo que suplantaba al cristianismo evangélico. Así lo entendieron los reformistas. Ritschl y Overbeck pudieron insinuarle que Sócrates y Cristo, los dos blancos de sus tiros, estaban identificados y que Sócrates era visto como un Santo por la Iglesia y Cristo como un Maestro. En muchos sentidos Nietzsche es un ortodoxo, un continuador de la mística. Es evidente que Lutero no habría hecho a fines del siglo XIX otra labor que la de Nietzsche, concluído el juicio de acusación del siglo XVI y completado desde el terreno de los conocimientos positivos en el siglo XVIII. Bastaría cambiar los términos de los objetivos que se propusieron Lutero y Reuchlin para que comprendiéramos que otra vez Nietzsche renueva la exaltada empresa de purificar al hombre en sus ideales contrahechos y disolutos: del pecado de adorar falsas divinidades. Destruyendo al Dios y al Cristo de la herejía católica incorporaba a los ideales supremos de la vida las fuezas puras que durante la Edad Media encarnaron en ambos supuestos para el progreso del alma. La fe de Nietzsche en el hombre, aunque en la época inicial de su apostolado se documente en las ciencias naturales de su siglo, comprende el sentido de misión que por la Biblia se le asigna y que el Cristo recordó desde fuera de los preceptos de la Sinagoga como Lutero desde fuera de los de la Iglesia. El superhombre reconstruye el Paraíso en la tierra, y la evolución y el progreso suplantan longitudinalmente en la historia el instantáneo proceso vertical de la purificación y el tránsito de la vida mundana a la mística, sólo que ahora se llama metafísica. Es verdad que nunca habla Nietzsche de nada que trascienda del mundo y del hombre, que éste forma un cosmos total, pero en el mundo y en el hombre introduce todos los conceptos trascendentales de la religión y quiere en definitiva, como Ulrico de Hutten o como Ignacio de Loyola, hacer del pensador un caballero.
Nietzsche percibe desde su juventud, que por la fe en falsos ídolos en su tiempo la cultura se agosta y que estaba en trance de ser aniquilada. Esta alarma se concreta más tarde en el convencimiento de que el cristianismo como filosofía del renunciamiento y como moral de la sofisticación de la vida, tenía casi la exclusiva responsabilidad. “Todo se pone al servicio de la barbarie que irrumpe”, escribe; y sus meditaciones ulteriores desarrollan ese leitmotiv hasta alcanzar las formas extremas más increíbles. Las ancestrales fuerzas groseras son manejadas por inteligencias malvadas que ejercen una nueva tiranía militar sobre los bienes espirituales y materiales por igual. La cultura es reemplazada por el saber de cultura (Jaspers). La persona humana cuenta cada vez menos, y a la creación sucede la mecanización, a la conciencia el interés. Prima la cantidad, los grandes números, los rebaños y los ejércitos, las muchedumbres y las asociaciones de intereses comunes y generales. Desprovista de sentido, la vida se transforma en un texto para declamar, y el comediante tiene más personalidad efectiva que el personaje del drama y que él mismo. Se ha convertido en su propio histrión, el que se mima a sí propio. Y eso que ha muerto, o que está agonizando en el hombre occidental, es su voluntad de vivir, lo que antaño atribuyó a las potencias divinas. Los dioses mueren en los hombres. Y su grito final es: “Dios ha muerto”.
La primera oposición de Dionisos-Apolo concrétase en otra: Dionisos-Jesús. Apolo era un perfeccionamiento técnico delélan dionisíaco, musical, desbordante, alegre. Jesús es una encarnación sombría, antinatural, exigente, del espíritu dionisíaco. Con posterioridad a la intuición de Nietzsche, la simbiosis Dionisos-Jesús ha sido estudiada a fondo por los cristólogos y mitólogos que han desintegrado del cristianismo los elementos culturales y rituales absorbidos de Grecia y del Cercano Oriente. Nietzsche persiste en las últimas meditaciones en su primitiva noción de Sócrates-Jesús. Dionisos tiene que defenderse a sí mismo en la filosofía socrática que agosta la frescura del mito con la sequedad del precepto, y más tarde tiene que defenderse de sí mismo en la ascética cristiana que termina la tarea interrumpida por la condena de Sócrates. Explica:
“Los dos tipos: Dionisos y el Crucificado. — Determinar si el hombre religioso típico es una forma de decadencia (los grandes innovadores son todos enfermos y epilépticos). ¿Pero no olvidamos uno de los tipos del hombre religioso, el tipopagano? ¿El tipo pagano no es una forma del reconocimiento y de la afirmación de la vida? ¡El tipo de un espíritu bienvenido y desbordante en el arrebato! ¡El tipo de un espíritu que acoge las contradicciones y los problemas de la vida y que los resuelve! Ahí coloco yo al Dionisos de los griegos: la afirmación religiosa de la vida total, no renegada y retaceada (es típico que el acto sexual despierte ideas de profundidad, misterio, respeto).
“Dionisos contra el ‘crucificado’: he ahí la oposición. No hay diferencia en cuanto al martirio —pero aquí toma otro sentido—. La vida misma, con su carácter eternamente temible y su eterno retorno, necesita la angustia, la destrucción, la voluntad de destrucción… De otro modo, el sufrimiento, el ‘crucificado inocente’ sirve de argumento contra esta vida, de fórmula para condenarla. Se adivina: el problema es el de la significación que ha de darse al sufrimiento: un sentido cristiano o un sentido trágico… En el primer caso debe ser el camino que lleva a una existencia sagrada, en el último caso la existencia misma aparece bastante sagrada para justificar todavía un monstruo de sufrimiento. El hombre trágico dice ‘sí’ ante la faz del sufrimiento más duro: es bastante fuerte, bastante abundante, bastante divinizador para ello; el hombre cristiano dice ‘no’ aun ante la faz de la suerte más feliz de la tierra: es bastante débil, bastante pobre, bastante desheredado para sufrir la vida bajo todas las formas… El Dios en la cruz es una maldición a la vida, una indicación para librarse. Dionisos descuartizado en trozos es una proeza de vida, renacerá eternamente y regresará de la destrucción”. (Voluntad de poderío).
En su transmutación de todos los valores tampoco hay mucho de distinto de la revaloración que al pensamiento y al sentimiento dieron, en dos direcciones divergentes, Erasmo y Lutero. El hombre nuevo, libre, consciente de sus responsabilidades, no difiere del que columbra Nietzsche en el porvenir. El uno representa ese rigor inflexible de la razón que no tolera las deducciones capciosas ni se conforma con el conocimiento aproximativo que quiere saber desde la raíz misma, desde la analogía gramatical, que analiza el significado de los actos con la penetración del sentido de las palabras en los textos paleográficos; y el segundo, que niega la autoridad de la razón, el veredicto de los conocimientos de carácter epistemológico o científico para probar la verdad en materia religiosa o de fe. El escepticismo de Nietzsche en la aptitud de la razón para decidir sobre la intuición en asuntos de competencia de la responsabilidad ética del alma, es luterana; y la certeza con que se entrega, sin temores, a las conclusiones más osadas del raciocinio para destruir las cristalizaciones del subconsciente, es erasmita. Cuando se ha querido colocarlo en la línea de los moralistas escépticos que arrancan de Montaigne y llegan a La Rochefoucauld a través de Pascal y Vauvenargues, se busca una filiación arbitraria. También cuando se lo considera en la línea del pragmatismo y del materialismo ateo se incurre en grosera asociación de apariencias.
Nietzsche es un adorador de la vida, como supremo don en todos los órdenes de la existencia, del ser. Asimismo, su negación de Sócrates es la negación de Aristóteles, y su negación de Aristóteles es la negación de la patrística y del dogma escolástico, apostólico romano. De ahí que su heterodoxia sólo sea cierta desde el punto de vista del pensamiento escolástico, que deja fuera toda la sensibilidad humana, que inclusive está viva en los Evangelios. Mas si su ardor lo conduce hasta la negación misma del cristianismo, es porque lo toma en sus proyecciones sociales y políticas, en la deformación del alma del hombre por su entrega sumisa y pasiva a la desesperada negación de los impulsos vitales, que es finalmente una degradación filosófica de la doctrina pura de Cristo. En fin, su destrucción de todo fundamento racional del cristianismo le restituye su primigenia fuerza, porque el cristianismo no se sostiene por lo que en él haya de racional, sino precisamente porque es un extraordinario complejo de malentendidos afines sustancialmente con la índole dle la sensibilidad y la mentalidad humanas. Jamás será destruido el cristianismo por la prueba de su absurdo, y en esto Tertuliano y Dostoievsky estaban en lo cierto.
De todos modos, lo que, Nietzsche hace contra el cristianismo filosófico es lo mismo que Lutero hizo contra el cristianismo pontificio; lo que hace contra los dogmas y mitologías del raciocinio lógico es lo que Erasmo había sentado ya en el Elogio de la locura. El escándalo y el espanto que Nietzsche ha sembrado en los espíritus apegados a las creencias religiosas, morales y científicas sólo afectan a los fanáticos; y ello mismo prueba como en el caso de Zwinglio y Lutero contra la Iglesia de Roma, que algo estaba podrido también en la fe del “homo faber” y del “homo sapiens” del siglo XIX, para quien los problemas de la filosofía eran tópicos de programa académico, no conceptos de la angustia.
Nietzsche es el primer pensador que se plantea la cultura como problema; la cultura como verdadera historia del hombre. Por lo tanto, crea un mundo nuevo de valores en que todas las actividades y manifestaciones de la inteligencia, la sensibilidad y la voluntad, quedan comprendidas dentro de ese orbe en condición de provincias contiguas. Aun la religión y la moral pierden su autonomía y más su importancia capital en el destino y el deber de la conducta del hombre, para ingresar como elementos de ese mundo nuevo. La visión histórica que colocaba al hombre en el mundo y lo contemplaba como constructor, agricultor, navegante, político, fabricante de herramientas, y por tanto de toda la civilización, creyente, por sus dos arquetipos del “homo faber” y del “homo sapiens”, después de Nietzsche pueden ser consideradas como concepciones abstractas en que se ha basado la estructura social, política, económica y moral de las sociedades. Pero todas esas actividades juntas con la poesía y la música, las ciencias y las artes aplicadas, configuran un territorio que denominamos la cultura, y ése es el mundo que el hombre habita como poblador autóctono y único. El concepto lato de cultura que crean el Renacimiento y el Humanismo continuaban siendo, inclusive para Schopenhauer, accesorios de la historia del hombre; Nietzsche quiere que la cultura sea la biografía de la humanidad y que al encerrarse el hombre en ese mundo humano se desprenda del seno de la naturaleza en que viven los animales y las cosas, para crear un reino con un estilo y un destino. La vida del hombre pasa a un primer plano como objeto de valor absoluto, no en cuanto ser sometido a las mismas leyes e influencias que los demás seres, sino en cuanto creadora, tenedora e impulsora del objeto de la cultura, que es la superación del hombre por el hombre mismo (el superhombre).
Jamás, desde los filósofos presocráticos y los poetas trágicos, el concepto de vida tuvo tal importancia en Occidente. La filosofía que se inicia en la moral con Sócrates y en la epistemología con Aristóteles, prolongada por el cristianismo y por las ciencias físico-matemáticas hasta Giordano Bruno y Galileo, muy pronto considera al hombre como una entidad razonante. Se lo despoja de todo aquello que lo hacía copartícipe con los animales en el seno de la naturaleza, de su limitada o ilimitada condición de ser capaz de sentir los misterios de su existencia y de toda existencia, pero no de expresarlos ni de racionalizarlos. Habrá que esperar hasta Schopenhauer para que los instintos y el subconsciente ingresen de nuevo al sentido de la vida del hombre; y para que los problemas que la mente había planteado aislándolos de su contacto vital, reducidos a simples problemas de lógica, semejantes a los de las matemáticas, volvieran a estremecer el alma del pensador. La ubicación del hombre en el centro de ese mundo de la cultura, del hombre viviente, completo, racional y sentimental, lógico y absurdo, constructor de sistemas trabados entre sí con absoluta perfección de cálculos y con increíbles y monstruosas tendencias atávicas imposibles de justificar, es un acontecimiento inaudito, un trastorno semejante a una catástrofe, según las propias palabras de Nietzsche.
Nietzsche vuelve a pensar como un muy-antiguo, aunque con todos los recursos técnicos del pensamiento científico del siglo XIX, de manera que instituye una filosofía sin programa, pero con problemas, y plantea en términos claros el conflicto entre las leyes del mundo biológico y las leyes del mundo físico, entre ánima y materia, entre música y arquitectura. Si enseña a “filosofar a golpes de martillo”, es porque el velo de la ilusión se ha ceñido al cuerpo de la razón como la túnica del centauro; si equipara el pensar a la danza más que al arte de tejer, es para prevenirnos de la catástrofe en que seríamos deshechos si renunciásemos a ver el mundo a través de otros lentes que los del telescopio y la cámara fotográfica. Su evocación desesperada de Dionisos, su invocación al dios, tiene por objeto limitar la validez de las adquisiciones ortopédicas del conocimiento a simple auxilio del hombre en la dramática búsqueda de respuestas, a evitar que se fijen imágenes rígidas de una realidad viva y cambiante, a no permitir que el hombre sea anestesiado por ninguna forma del saber como para olvidar su destino.
No solamente retrotrajo el acto de filosofar y los problemas de la filosofía hasta más allá de los primeros filósofos hindúes y helénicos, sino que, dotado de la más fina y clara inteligencia, de un nuevo sentido moral para el que los deberes de la verdad son superiores a todo dogma, plantea a la razón la pregunta terrible de la validez de todos los postulados y sistemas lógicos derivados de ellos, la pregunta de si la razón posee suficiente autoridad para establecer dogmas racionales. Y esta cuestión, planteada por los filósofos ingleses del siglo XVIII y llevada a un grado perfecto de exposición por Kant, se enriquece con sus sucesores, Schelling y Fichte hasta Schopenhauer; pero Nietzsche le da un impulso imprevisto hasta que, a través de Bergson y William James, invade inclusive el campo epistemológico de las ciencias exactas. No partía para ello de un escepticismo agnóstico, como ya la nueva Academia, los pirrónicos y los estoicos hasta Montaigne; estaba dominado por una fe ilimitada en el hombre, e intentaba fundamentar todo un sistema abierto, parabólico, del vivir y del pensar basado en el derecho de la vida a crear su mundo de valores.
Regresa todavía más atrás del lenguaje estético de Heráclito, Pitágoras y Empédocles —sus dioses— al muchísimo más profundo lenguaje de los poetas ditirámbicos, que ya Aristófanes en La ranas añora como para siempre perdido. Es la sabiduría de los silenos que vivían, sentían y razonaban en contacto pavoroso u orgiástico con la Naturaleza y las divinidades desconocidas de la vida. Sin duda merced a la aventura inaudita de Nietzsche estamos hoy mucho más cerca de la concepción trágica de Esquilo y de Eurípides, con respecto a la estructura de un cosmos espiritual, que de la concepción no menos ingenua pero ya sin “pathos” de Aristóteles. Contempla con ojos de la infancia de la historia “como una realidad plena de embriaguez que, a su vez, no se preocupa del individuo, y aún persigue el aniquilamiento del individuo mismo y su disolución liberadora por un sentimiento de identificación mística”. Al silogismo que fríamente deduce de sus convencionales premisas un orden cerrado de explicaciones satisfactorias, opone Nietzsche la pasión, la ebriedad, el espanto y la alegría que recogieron los mitos y las leyendas. Considerada la cultura como un drama vivo del hombre histórico, Nietzsche le transfunde su “pathos” pánico o dionisíaco, y así la siente como parte inherente del destino del hombre, y no como elaboración académica de un capítulo de la historia de la civilización. (*)
(*) Fuente: en Ezequiel Martínez Estrada, en Nietzsche, filósofo dionisíaco, Buenos Aires, Caja Negra Editora, 2005, pp. 27-40.
Sobre Dionisos
Nietzsche encuentra, en su primera obra, lo que llama un problema con cuernos (como lo es, en efecto, el del Dionisos taurino): que la vida consciente comunica por laberintos subterráneos con el primigenio mar de lo inconsciente; que el hombre es, por partes iguales, como el sátiro, un animal ansioso de disfrutar su vida y de pensarla. De agregar al hecho bruto del existir, una valoración que contribuya a reforzarlo, a abrirle ilimitadas perspectivas por el razonamiento, por el goce consciente de su existencia. Este placer pánico, que halla encarnado en el sátiro, es el asombro y el terror de sentirse vivir como un ser efímero que tiene señalado su término. La vida del hombre consciente deja de ser un simple arrobo para convertirse en una valoración del mundo en que vive y de sí mismo. Las fuerzas de vida primarias toman en el ser humano una expresión estética, y el arte es la expresión de su exaltación individual al mismo tiempo que el lazo que lo identifica con sus semejantes, en una comunidad de capacidad de convivencia consciente y de destino. Más que por lo que ha descubierto en el mundo circundante hállase vinculado a los demás seres vivientes por un sentimiento oscuro de identificación, en la “evidencia de que nuestra más íntima naturaleza, el fondo común de todos nosotros, encuentra en el ensueño un placer profundo y un goce necesario”. Más tarde se ha de ver que éste es el inconsciente colectivo del que surgen, con formas concretas, las imágenes simbólicas que le provee el sueño y que por secreto simbolismo o juego de metáforas, le dan un sentido oculto de la verdad, de los hechos, de las cosas que no alcanza a entender, a captar por entero. Siente la angustia y el ansia de explicarse los fenómenos conforme a sus sensaciones y crea una especie de lenguaje con el que se comunica con sus semejantes en un plano mágico, como si hablara con los dioses. “La más alta verdad —dice Nietzsche—, la perfección de estos estados opuestos a la realidad imperfectamente inteligible de todos los días, en fin, la conciencia profunda de la reparadora y saludable naturaleza del sueño y del ensueño son, simbólicamente, la analogía, a la vez, de la aptitud de la adivinación y de las artes, en general, por las cuales la vida se hace posible y digna de ser vivida”. ¿Cómo podrá llevar a lo largo de su existencia histórica ese ensueño que le otorga un plus de vida imaginaria pero que no siempre concuerda con sus necesidades? Éste es el problema esencial de la vida del hombre, eternamente atraído por su necesidad de dar expansión ilimitada a su sensibilidad y a su mente, fuera de lo real, en un mundo de símbolos que halla indudablemente cierto, y un mundo de cosas, exigente, inflexible, conminatorio. La cultura nace de aquella ansia y de esta necesidad, habiendo hallado el griego en sus mitos y leyendas, especialmente en los sátiros y silenos, la representación de esa ambivalencia. El fondo vital, estético, sensorial se rehúsa a condensarse en fórmulas racionales y escapa por la religión al mundo de lo misterioso e insondable; y por la técnica del vivir cotidiano entra en lo concreto, evidente y sin enigmas de su existencia histórica. Lo que siente como una verdad trascendente sólo se le presenta como comprensible en “el estado dionisíaco” que comprendemos mejor aun por la analogía de la “embriaguez”, dice Nietzsche; y también: “Cada uno se siente no solamente reunido, reconciliado, fundido, sino Uno, como si se hubiera desgarrado el velo de Maia y sus pedazos revoloteasen ante la misteriosa “unidad primordial”; “cantando y bailando el hombre se siente miembro de una unidad superior; ya se ha olvidado de andar y de hablar, y está a punto de volar por los aires danzando”. Las formas con que se atreve a expresar lo inefable de ese estado místico es la música y, accesoriamente, la danza; por medio de ellas siente que él forma parte de un estado ecuménico glorioso y gozoso, que el dios desconocido del estupor y la alegría lo posee, que está dentro de él. Y esa divinidad que representará infatigable, obstinadamente, con mitos diversos, está en la naturaleza como está en él: “El hombre no es ya un artista, es una obra de arte: el poder estético de la naturaleza entera, por la más alta beatitud y la más noble satisfacción de la unidad primordial, se revela aquí, bajo el estremecimiento de la embriaguez”. Subsistirá eternamente, pero como un anexo a su propia vida, como un territorio adicional de su experiencia, este mundo de las imágenes y las emociones puras que quedará fijado, por excelencia, en la música. Lo que sueña ese sátiro divino es de índole musical, que podemos denominar dionisíaca, y su veracidad en el plano de las certidumbres insobornables se refugia en su íntima conciencia, que deberá de más en más sustraer al mundo circundante donde impera otra escala de valores utilitarios. Lo que ese ser divino realiza con las manos, lo que construye como sueños también, pero proyectados de sí al mundo objetivo, será la civilización, que se mecanizará por sí misma en virtud del progresivo desarrollo de la técnica, e invadirá su mundo secreto —el de los misterios— de su ensueño. Aquel lenguaje perseverará en el plano de la subconciencia, éste en el de la conciencia lúcida que jamás dejará de ser una instrumentación de cosas articuladas, ordenadas según el plan de la materia inánime. Apolo es el dios que representa esa lucidez irrefutable de la mente diurna: pero la música representará para siempre una metafísica, un paraíso de belleza y deleite que hallará en la embriaguez su suprema argumentación contra los hechos y las cosas intransigentes del mundo objetivo. “Al igual que de las dos mitades de la vida —la que vivimos despiertos y la que vivimos en sueños— la primera nos parece incomparablemente la más perfecta, la más importante, la más seria, la más digna de ser vivida, y hasta diría la única que vivimos, así (por más que esto puede parecer una paradoja) yo sostendría que el ensueño de nuestras noches tiene una importancia igual respecto a esta esencia metafísica cuya apariencia exterior somos. En efecto, cuanto más compruebo en la naturaleza estos instintos estéticos omnipotentes y la fuerza irresistible que los impulsa a objetivarse en la apariencia, a satisfacerse en la apariencia libertadora, más inclinado me siento a esta hipótesis” (Origen de la tragedia).
Éste es el planteo fundamental del id o yo colectivo, ecuménico, del sátiro y del sileno discípulos de Pan, y del superego, o conciencia de control, de censura, de eficacia, de utilidad, que Nietzsche designa lo apolíneo. El filósofo está en una encrucijada, de donde ha de tomar uno de los cuatro caminos cardinales, o todos, como efectivamente hace él, atraído por las razones evidentes que cada cual le ofrece con sus cantos de sirena. El descuartizamiento simbólico de Dionisos se opera ahora en la mente misma del profanador de ese misterio, del descubridor de los misterios que no pueden revelarse por la razón. Nietzsche será destrozado en su razón por los mismos titanes defensores del caos, de la materia y de la sustancia. Una diversificada, como Proteo, en infinitas apariencias. Es arrastrado Nietzsche, inevitablemente, a proyectar sobre el mundo actual esas dos fuerzas, del id y del superego, con lo que, como habría de reconocerlo en el Prólogo de 1886, malogra su visión helénica por incluir en ella el cuerpo inmenso y monstruoso de la civilización occidental, sin poseer un instrumental de análisis tal como, después de él, afinarían las ciencias antropológicas y etnológicas. Nietzsche contempla aún su problema con cuernos como filólogo; quiero decir que aplica al examen de la realidad de la cultura y la civilización occidentales el método psicoanalítico que ha usado para desentrañar, bajo la apariencia del mito dionisíaco y del apolíneo, la secreta verdad de la configuración de la psique. En este momento acude Schopenhauer a reforzar sus puntos de vista y así llega a una insoluble problemática, a series de problemas que se encadenan y articulan por sí mismos con otras series infinitas de problemas, llevándolo a perseguir los cambiantes aspectos de las fuerzas originarias e invariantes en la historia de la especie y en la biografía del individuo, que son la misma cosa desde dos distintos ángulos de percepción. Antes de entrar al problema “Sócrates” es indispensable que transcriba algunos pasajes de El origen de la tragedia en que el tema de las formas (cuyo tratamiento parece ser obligatoriamente, por razones de eficacia, el de la lógica formal y el de las ciencias) se relaciona con los arquetipos que son intuídos fuera del campo de la conciencia de lo racionalizado. Nos dice: “Nos complacemos en la comprensión inmediata de la forma; todas las formas nos hablan; ninguna es indiferente; ninguna es inútil”. Todo lo que seguirá tiene el cuño del idealismo objetivo schopenhaueriano más que del idealismo trascendental de Schelling o Novalis, y se comunica secretamente con el hemisferio de la filosofía oriental. “El hombre dotado de un espíritu filosófico tiene el presentimiento de que detrás de la realidad en que existimos y vivimos, hay otra completamente distinta y que, por consiguiente, la primera no es más que una apariencia; y Schopenhauer define formalmente como el signo distintivo de la aptitud filosófica la facultad que algunos tienen de representarse a veces los hombres y las cosas como puros fantasmas, como imágenes de ensueño. Pues bien, el hombre dotado de una sensibilidad artística se comporta, respecto de la realidad del ensueño, de la misma manera que el filósofo enfrente de la realidad de la existencia: la examina minuciosa y voluntariamente, pues en estos cuadros descubre una interpretación de la vida y con ayuda de esos ejemplos se ejercita en la vida. Y no son solamente, como pudiera creerse, las imágenes agradables y seductoras lo que él encuentra en sí mismo con esta absoluta lucidez: lo severo, lo sombrío, lo triste, lo siniestro, los obstáculos imprevistos, los sarcasmos de la suerte, las angustias, en una palabra, toda la “Divina comedia” de la vida, con su “Infierno” se desarrolla ante él, no ya como un espectáculo de fantasmas y de sombras —pues estas escenas las vive y las sufre— y sin embargo, sin que pueda desechar completamente esta impresión fugitiva de que no son más que una apariencia” .
Con este nuevo instrumento dialéctico, de cosas (en que se expresa la voluntad) y de valores (en que se expresa el sentido de las formas y de las cualidades secundarias, que serán las fundamentales y ciertas), Nietzsche elabora toda su filosofía. Pero antes de traer a Sócrates al problema, hemos de subrayar el concepto nietzscheano, que también lo es schopenhaueriano de la intuición, de las verdades informes que se expresan por la música, y esto valiéndonos de las propias declaraciones del autor: “Por eso el lenguaje —dice— como órgano y símbolo de las apariencias, no ha podido nunca ni podrá jamás, manifestar exteriormente la esencia íntima más profunda de la música”. “El poeta lírico se identifica primeramente de una manera absoluta con el Uno primordial, con su sufrimiento y con sus contradicciones, y reproduce la imagen fiel de esta unidad primordial en cuanto música, por lo que ésta ha podido ser calificada, con razón, de reproducción, de segundo vaciado del mundo; pero desde entonces, bajo la influencia apolínea del sueño, esta música se manifiesta a él de una manera sensible, visible como en un “ensueño simbólico”. Advirtamos que ahora es el espíritu apolíneo, la necesidad de concretar, racionalizar lo informe, lo que construye un sistema de simbolismos lógicos —digamos la geometría y la aritmética— equivalentes, paralelos, al simbolismo dionisíaco que tiene en el espíritu de la música no sólo su sistema de metáforas sino su lógica. “Éste es el estado de ensueño apolíneo, en que el mundo real se cubre de un velo y en el cual un mundo nuevo, más claro, más inteligible, más perceptible, y sin embargo más fantasmal, nace y se transforma incesantemente ante nuestros ojos”. En 1886 puede Nietzsche referirse retrospectivamente a su concepción dionisíaca del mundo y de la vida: “Sí; ¿qué es el espíritu dionisíaco? En este libro se encontrará la respuesta a esta pregunta: el que habla aquí es un “iniciado”, el adepto elegido, el apóstol de su dios. Quizás sería yo hoy más circunspecto, menos absoluto en presencia de un problema psicológico tan complicado como el de la investigación del origen de la tragedia entre los griegos”. Y como en esos quince años transcurridos ha tenido el autor que establecer conexiones estructurales entre lo dionisíaco y el mundo del pensamiento todo, inclusive la fe y la moral, los preceptos acuñados por la vida de las polis cosmopolitas y la instrumentación de las ciencias positivas y de las gnoseológicas, puede decir: “Ya en el prólogo a Ricardo Wagner, el arte y no la moral es lo que se considera coma actividad esencialmente “metafísica” del hombre”; en el curso de este libro se reproduce con frecuencia la singular proposición de que la existencia del mundo no puede justificarse sino como fenómeno estético. En efecto: este libro no reconoce, en el fondo de todo lo que existe, más que la idea (y la intención) de un artista; de un dios”, si se quiere, pero, seguramente, de un dios puramente artista, absolutamente desprovisto de escrúpulos morales, para quien la creación o la destrucción, el bien o el mal, no son más que manifestaciones de su arbitrio indiferente y de su poder omnímodo; que se desembaraza al crear los mundos, del “tormento” de las contradicciones acumuladas en sí mismo. El mundo, la objetivación liberatriz de Dios, perpetuamente y en todo instante “consumada”, en cuanto visión eternamente cambiante, eternamente nueva de Él, que lleva consigo los grandes sufrimientos, los más irreductibles conflictos, los más extremados contrastes, y que no puede liberarse de ellos más que en las “apariencias” (Prólogo, 1886). Pues en El origen de la tragedia había enunciado esta clave de su ulterior filosofía.
El problema, de semiótica y de semántica que en El origen de la tragedia se esboza, y que con el prodigioso avance de las ciencias exactas habría de asumir en nuestros días una característica, absolutamente insospechada entonces para Nietzsche, vuelve a presentársenos en El crepúsculo de los ídolos, donde Sócrates es retomado ya como un cristiano; y su filosofía dionisíaca preludia el trágico final de La voluntad de poderío. Lo dionisíaco es ya lo sepultado bajo máscaras y representaciones que, en vez de exaltar el misterio lo destruye bajo el manto de una superestructura utilitaria de la verdad. En vez del mito, hijo de la música, de Euterpe, nos hallamos con una superchería históricamente cristalizada, que no es la civilización como supermito, sino la civilización como superrealidad. En El crepúsculo de los dioses resume: “El lenguaje pertenece por su origen a las formas más rudimentarias de la psicología: entramos en un grosero fetichismo al cobrar conciencia de las condiciones primeras de la metafísica del lenguaje, es decir, la razón. Se me reconocerá el que condense en cuatro tesis una idea tan importante y tan nueva: 1°) las razones que hicieron aparecer ese mundo, un mundo de apariencia, prueban al contrario su realidad —otra realidad es absolutamente indemostrable; 2°) los signos que se han dado de la verdadera esencia de las cosas son los signos característicos del no ser, de la nada; de esta contradicción se ha edificado el mundo-verdad, en verdadero mundo: y en efecto es el mundo de las apariencias; 3°) hablar de otro mundo que no sea éste no tiene sentido, admitiendo que no tengamos un instinto dominante de calumnia… de poner en sospecha la vida; 4°) separar el mundo en un mundo real y un mundo de apariencias, sea a la manera del cristianismo, sea a la manera de Kant (un cristiano pérfido al fin de cuentas) no es sino una sugestión de decadencia. El artista trágico no es un pesimista, dice sí a todo lo que es problemático y terrible, porque es dionisíaco”.
Bien claramente nos dice aquí, como en otros lugares, que lo dionisíaco es lo problemático, lo apolíneo lo asertórico; que la verdad resulta de un sistema de problemas irresolubles (las apariencias) y no de una colección de teoremas (que pretenden representar las cosas en sí). ¿Quién es el primer impostor que promete explicarlo todo mediante el razonamiento, la dialéctica? Sócrates el feo, el resentido.
Nietzsche es el primero que introduce en el sentido del filosofar y del vivir la idea del resentimiento, es decir, de una clase de acción insidiosa, que va en la misma dirección de las acciones leales de los hombres que aspiran a vivir, pero con la carga secreta de destruir, de emponzoñar. No sólo hace el juego de los satisfechos de la vida sino que inclusive habla de potenciar la vida con no menor entusiasmo; pero secretamente, acaso inconscientemente, quiere la destrucción y la muerte. Esta ambivalencia ha sido bien estudiada por Freud y después por Adler, como Scheler la ha estudiado en el plano de la moral. Es verdad que para Nietzsche la moral socrática y asimismo la cristiana son formas tan áticas del resentimiento; pero también es cierto que el mismo concepto en Nietzsche se aplica a toda, absolutamente toda el área del pensamiento, de la voluntad y de la sensibilidad humanas. La religión constituye una provincia de ese mapamundi: “…yo descubro en todo tiempo también la “hostilidad a la vida”, la rabiosa y vengativa repugnancia contra la vida misma, pues toda vida reposa en apariencia, arte, ilusión óptica, necesidad de perspectiva y de error” (Prólogo, 1886). Lo que denuncia Nietzsche en Sócrates en su primera obra es, como en Eurípides, una posición tanática que en vez de asestar sus golpes mortales desde afuera, desde enfrente de lo que quiere matar, lo hace desde dentro, por instilación, por envenenamiento. Con suma perspicacia encuentra Nietzsche que Aristófanes es un griego dionisíaco que denuncia en Eurípides, Sócrates y los poetas-músicos de los nuevos ditirambos, a las bacterias intestinales que habrían de destruir aquel poderoso organismo histórico. Pero pudo incluir a Cleón, como lo hará más tarde, cuando despersonaliza sus símbolos, bajo el nombre de socialismo, democracia, demagogia. En Sócrates y Eurípides personaliza Nietzsche un espíritu utilitario que invade Grecia, diríamos un soplo de la cálida Cartago que marchita y agosta la vida radiante del griego. Antes de juzgar esta posición de Nietzsche veamos cuáles son sus afirmaciones, sus axiomas. Formulados primero en El origen de la tragedia, volveremos a encontrarlos magnificados en las alegorías de Así habló Zarathustra y, finalmente, constituyendo el núcleo de su pensamiento en vías de dispersión, tironeado desde los cuatro rumbos cardinales de su encrucijada. Conserva empero, aun en los últimos fragmentos de La voluntad de poderío, su visión de que las ciencias, inclusive las religiones racionalizadas y la moral, sustituyen al pensar mítico, que acepta la representación como imagen, con el pensar dogmático que acepta la falacia como sistema de verdad, como verdad de las cosas físicas, que impone con ansia criminal al mundo del espíritu o reino humano por excelencia, en instancia de yugo científicamente seguro. Nos dice: “La suerte de todo mito es ir cayendo poco a poco en una realidad llamada histórica y ser considerado en cualquier época posterior como un hecho aislado dependiente de la historia… Pues así es como de ordinario mueren las religiones: cuando los mitos que forman la base de una religión llegan a ser sistematizados por la razón y el rigor de un dogmatismo ortodoxo, en un conjunto definitivo de acontecimientos históricos y se comienza a defender con inquietud la autenticidad de los mitos, volviéndose contra su evolución y multiplicación naturales: cuando, en una palabra, el sentimiento del mito parece ser reemplazado por la tendencia de la religión a buscarle fundamentos históricos, entonces de este mito expirante se apodera el genio naciente de la música dionisíaca, y en su mano este mito se abre una vez más, como una rama cubierta de flores, con colores que jamás se le habían conocido y un perfume que despierta, al fin, el presentimiento de un mundo metafísico”. “La verdad dionisíaca se apodera de todo el imperio del mito como símbolo de su conocimiento y expresa este conocimiento ya en el culto público de la tragedia, ya en las fiestas secretas de los misterios dramáticos, pero siempre bajo el velo del mito antiguo”. “Ya Dionisos estaba arrojado de la escena trágica y arrojado por un poder demoníaco, del que Eurípides no era más que el portavoz… La divinidad de que hablaba por su boca no era Dionisos ni Apolo sino un “demonio”, que acababa de aparecer, llamado Sócrates” (El origen de la tragedia). (*)
(*) Fuente: Ezequiel Martínez Estrada, en Nietzsche, filósofo dionisíaco, Buenos Aires, Caja Negra Editora, 2005, pp. 110-119-.
Entrevista del Spiegel a Martin Heidegger
SPIEGEL: Profesor Heidegger, constantemente hemos podido comprobar que su obra filosófica está un tanto ensombrecida por ciertos sucesos de su vida, que no duraron mucho y que nunca han sido aclarados, bien porque ha sido Vd. demasiado orgulloso, bien porque no ha estimado conveniente pronunciarse sobre ellos.
HEIDEGGER: ¿Se refiere a 1933?
SPIEGEL: Sí, antes y después. Querríamos plantear este tema en un contexto más amplio y, desde él, llegar a cuestiones que parecen importantes, tales como: ¿qué posibilidades hay, partiendo de la filosofía, de actuar sobre la realidad, también sobre la realidad política? ¿Existe aún esa posibilidad? Y si existe, ¿cómo es?
HEIDEGGER: Son cuestiones importantes, que no sé si podré responderlas todas. Pero, por lo pronto, tengo que decir que de -ninguna manera, antes de mi rectorado, había actuado políticamente. Durante el semestre de invierno de 1932-1933 tuve vacaciones, y la mayor parte del tiempo estuve arriba, en mi cabaña.
SPIEGEL: ¿Cómo llegó entonces a ser rector de la Universidad de Friburgo?
HEIDEGGER: En diciembre de 1932 fue elegido rector mi vecino von Möllendorf, catedrático de Anatomía. La toma de posesión del nuevo rector era, en esta Universidad, el 15 de abril. Durante el semestre de invierno del 32-33 hablamos con frecuencia sobre la situación, no sólo política, sino especialmente universitaria, sobre la situación, en buena parte sin perspectivas, de los estudiantes. Mi juicio era el siguiente: por lo que yo puedo ver, sólo queda una posibilidad: intentar, con las fuerzas constructivas, que aún están realmente vivas, controlar el desarrollo futuro.
SPIEGEL: ¿Veía Vd., pues, una relación entre la situación de la Universidad alemana y la situación política general de Alemania?
HEIDEGGER: Evidentemente seguía los acontecimientos políticos que tuvieron lugar entre enero y marzo de 1933 y hablé sobre ellos ocasionalmente con jóvenes colegas. Pero mi trabajo estaba dedicado a una interpretación global del pensamiento presocrático. Al empezar el semestre de verano me volví a Friburgo. Entretanto, el 15 de abril, el profesor von Möllendorf había tomado posesión como rector. Apenas dos semanas después era relevado de su cargo por el entonces ministro de Cultura de Baden, Wakker. La ocasión, que presumiblemente estaban esperando, para esta decisión del ministro la ofreció el hecho de que el rector había prohibido que en la Universidad se colgara el llamado «cartel de judío».
SPIEGEL : Von Möllendorf era socialdemócrata. ¿Qué hizo tras su destitución?
HEIDEGGER: Ya el mismo día de su destitución vino von Möllendorf y me dijo: «Heidegger ahora tiene Vd. que aceptar el rectorado.» Yo puse en consideración que carecía de experiencia en la administración. Sin embargo, el entonces vicerrector Sauer (teólogo) me presionó para presentar mi candidatura a la nueva elección de rector, porque, si no lo hacía, existía el peligro de que el ministerio nombrara rector a un funcionario. Jóvenes colegas con los que desde hacía años había discutido cuestiones universitarias me asediaban para que aceptara el rectorado. Vacilé largo tiempo. Finalmente, declaré que estaría dispuesto a aceptar el cargo, y sólo en interés de la Universidad, cuando estuviera seguro de la máxima adhesión del pleno. Pero, entretanto, se mantenían mis dudas sobre mi idoneidad para ejercer el rectorado, de manera que la misma mañana del día fijado para la elección me dirigí al rectorado y les dije, al depuesto colega von Möllendorf, allí presente, y al vicerrector Sauer, que no podía aceptar el cargo. A lo cual ambos contestaron que la elección estaba ya preparada y no podía volverme atrás.
SPIEGEL: Tras ello se declaró Vd., por fin, dispuesto. ¿Cómo se desarrollaron entonces sus relaciones con los nacionalsocialistas?
HEIDEGGER: Dos días después de mi toma de posesión apareció en el rectorado el «jefe estudiantil» con dos acompañantes y exigió de nuevo que se colgara el «cartel de judío». Me negué. Los tres estudiantes se alejaron advirtiendo que la prohibición sería comunicada a la jefatura de estudiantes del Reich. Algunos días después recibí una llamada telefónica del jefe de grupo de las SA Dr. Baumann, desde la oficina universitaria de la jefatura suprema de las SA. Exigía que se colgase el «cartel de judío»; en caso contrario, podía contar con mi destitución, si no con el cierre de la Universidad. Lo rechacé e intenté conseguir el apoyo del ministro de Cultura de Baden. Pero me explicó que no podía hacer nada contra las SA. Sin embargo, no retiré mi prohibición.
SPIEGEL: Hasta ahora esto no se sabía.
HEIDEGGER: El motivo fundamental que me llevó a aceptar el rectorado está ya en mi lección inaugural de Friburgo, titulada ¿Qué es Metafísica?: «Los dominios de las ciencias están muy distantes entre sí. El modo de tratar sus objetos es radicalmente diverso. Esta dispersa multiplicidad de disciplinas se mantiene, todavía, unida, gracias tan sólo a la organización técnica de las Universidades y Facultades, y conserva una significación por la finalidad práctica de las especialidades. En cambio, el enraizamiento de las ciencias en su fundamento esencial se ha perdido por completo». Lo que intenté, mientras estuve en el cargo, en relación con esta situación de las Universidades -hoy degenerada hasta el extremo- está expuesto en mi discurso rectoral.
SPIEGEL: Queremos intentar descubrir si estas manifestaciones de 1929 coinciden con lo que Vd. decía en su discurso inaugural como rector en 1933, y de qué manera. Sacamos ahora de su contexto esta frase: «La tan celebrada “libertad académica” es expulsada de la Universidad; pues, por puramente negativa, es inauténtica». Creemos que puede suponerse que esta frase expresa, parcialmente al menos, ideas de las que Vd., aún hoy, no está lejos.
HEIDEGGER: Sí, estoy de acuerdo. Pues esta «libertad» académica era en lo fundamental puramente negativa: liberarse del esfuerzo de comprometerse con lo que el estudio académico exige de meditación y reflexión. Por lo demás, la frase que Vd. ha extraído, no debe verse aislada, sino en su contexto; entonces se verá claro lo que quise dar a entender con «libertad negativa».
SPIEGEL: Bien, eso se comprende. Sin embargo, creemos percibir en su discurso rectoral un tono nuevo, cuando habla en él, cuatro meses después del nombramiento de Hitler como canciller del Reich, de «la grandeza y el esplendor de esta puesta en marcha».
HEIDEGGER: Sí, estaba convencido de ello.
SPIEGEL: ¿Podría explicar esto algo más?
HEIDEGGER: Con mucho gusto. Yo no veía entonces otra alternativa. En medio de la confusión general de las opiniones y de las tendencias políticas de veintidós partidos, había que encontrar una orientación nacional y sobre todo social, más o menos en el sentido de Friedrich Naumann. Sólo a título de ejemplo podría citar aquí un artículo de Eduard Spranger, que va mucho más allá de mi discurso rectoral.
SPIEGEL: ¿Cuándo comenzó Vd. a ocuparse de los asuntos políticos? Los veintidós partidos hacía tiempo que existían. También había ya millones de parados en 1930.
HEIDEGGER: En esa época estaba todavía enteramente absorto en cuestiones que están desarrolladas en Ser y Tiempo (1927) y en los escritos y conferencias de los años siguientes, cuestiones básicas del pensamiento, que afectan también, indirectamente, a cuestiones nacionales y sociales. Como profesor en la Universidad, tenía directamente ante la vista la pregunta por el sentido de las ciencias y, con ello, la determinación del cometido de la Universidad. Este esfuerzo está expresado en el título de mi discurso rectoral, La autoafirmación de la Universidad alemana. Un título así nadie se habría atrevido a ponerlo en ningún discurso rectoral de la época. Pero los que polemizan contra este discurso, ¿lo han leído a fondo, ponderándolo y comprendiéndolo a la luz de la situación de entonces?
SPIEGEL: Autoafirmación de la Universidad, en un mundo tan turbulento, ¿no resulta un poco inadecuado?
HEIDEGGER: ¿Por qué? «Autoafirmación de la Universidad», esto va contra la llamada «ciencia política», que en aquella época exigían el partido y el estudiantado nacionalsocialista. Ese nombre tenía entonces un sentido completamente distinto; no significaba, como hoy, politología, sino que quería decir: la ciencia en cuanto tal, su sentido y su valor, han de evaluarse por su utilidad práctica para el pueblo. La oposición a esta politización de la ciencia se expresa intencionadamente en mi discurso rectoral.
SPIEGEL: ¿Quiere Vd. decir entonces que, cuando acogió en la Universidad lo que Vd. entonces estimaba como una puesta en marcha, pretendía afirmar la Universidad contra corrientes quizá demasiado poderosas, que no habrían respetado a la Universidad su peculiaridad?
HEIDEGGER: Exactamente, pero la autoafirmación debía a la vez plantearse la tarea positiva de recuperar, frente a la mera organización técnica de la Universidad, un nuevo sentido, reflexionando sobre la tradición del pensamiento europeo occidental.
SPIEGEL: Profesor, ¿hemos de entender, pues, que Vd. creyó entonces que podía lograrse una mejoría de la Universidad colaborando con los nacionalsocialistas?
HEIDEGGER: Eso está expresado de manera falsa. No en colaboración con los nacionalsocialistas, sino que la Universidad debía otra vez renovarse a partir de su propia reflexión y lograr así una posición firme frente al peligro de una politización de la ciencia, en el sentido que antes mencioné.
SPIEGEL: Y por eso proclamó Vd. en su discurso rectoral estos tres pilares: «Servicio del trabajo», «Servicio de las armas», «Servicio del saber». ¿Pensaba Vd. que de esta forma el servicio del saber debía ser elevado al mismo rango que los otros dos, posición que los nacionalsocialistas no le concedían?
HEIDEGGER: No se trata de «pilares». Si Vd. lee atentamente, el servicio del saber está desde luego situado en tercer lugar, pero por su sentido su puesto es el primero. No hay que dejar de pensar que el trabajo y la defensa armada, como cualquier actividad humana, se fundan en un saber, que los ilumina.
SPIEGEL: Tenemos todavía que mencionar una frase -enseguida acabamos con estas citas inútiles-, que no podemos imaginar que hoy siga suscribiendo. Decía Vd. en el otoño de 1933: «Ni los dogmas ni las ideas son las reglas de nuestro ser. El Führer mismo y sólo él es la realidad alemana actual y futura, y su ley.»
HEIDEGGER: Estas frases no están en el discurso rectoral, sino en el periódico local de los estudiantes de Friburgo, a principios del semestre de invierno de 1933-1934. Cuando acepté el rectorado, tenía claro que no podía pasar sin compromisos. Las citadas frases hoy ya no las escribiría. Cosas de ese tipo ya no las volví a decir a partir de 1934. Pero todavía hoy repetiría, y con más decisión que entonces, el discurso sobre La autoafirmación de la Universidad alemana, obviamente sin referirlo al nacionalsocialismo. La sociedad ha ocupado el lugar del «pueblo». De todos modos, el discurso habría sido hoy tan en vano como entonces.
SPIEGEL: ¿Nos permite que le interrumpamos otra vez? Hasta ahora, en el curso de esta conversación, se ha mostrado con claridad que su actitud en 1933 se movía entre dos polos. En primer lugar, Vd. tenía que decir algunas cosas ad usum Delphini. Este es uno de los polos. El otro era, sin embargo, positivo: Vd. lo expresa así: yo tenía la sensación de que aquí había algo nuevo, una puesta en marcha. Así lo ha dicho Vd.
HEIDEGGER: Así es.
SPIEGEL: Entre estos dos polos se ha… A partir de la situación esto es totalmente creíble.
HEIDEGGER: Cierto. Pero tengo que recalcar que la expresión ad usum Delphini es insuficiente. Yo creía entonces que en el debate con el nacionalsocialismo podía abrirse un camino nuevo, el único posible, para una renovación.
SPIEGEL: Vd. sabe que, en este contexto, se han elevado contra Vd. algunos reproches que afectan a su colaboración con el NSDAP y sus asociaciones y que en la opinión pública aparecen aún como no desmentidos. Así, se le ha reprochado que Vd. habría participado en la quema de libros organizada por los estudiantes o por las Juventudes Hitlerianas.
HEIDEGGER: Yo prohibí la planeada quema de libros que debía haber tenido lugar ante el edificio de la Universidad.
SPIEGEL: Además se le ha reprochado que Vd. permitiera que se retiraran de la Biblioteca de la Universidad y del Seminario de Filosofía los libros de autores judíos.
HEIDEGGER: Como director del Seminario sólo podía disponer de su biblioteca. No accedí a las reiteradas exigencias de retirar los libros de autores judíos. Antiguos participantes en mis Seminarios podrían hoy atestiguar que no sólo no fue retirado ningún libro de autores judíos, sino que estos autores, sobre todo Husserl, fueron citados y comentados como antes de 1933.
SPIEGEL: Queremos dejar esto claro. ¿Cómo se explica Vd. el surgimiento de tales rumores? ¿Es mala voluntad?
HEIDEGGER: Por lo que sé de su origen, creo que así es; pero los motivos de la calumnia son más profundos. La aceptación del rectorado es presumiblemente sólo la ocasión, no la razón determinante. Por ello, la polémica probablemente se reavivará de nuevo cada vez que se ofrezca una ocasión.
SPIEGEL: Vd. tuvo también, después de 1933, estudiantes judíos. Su relación con ellos, probablemente no con todos, pero sí con algunos, debe de haber sido cordial.
HEIDEGGER: Mi actitud después de 1933 siguió siendo la misma. Una de mis más antiguas y más dotadas estudiantes, Helene Weiss, que más tarde emigró a Escocia, se doctoró en Basilea con un trabajo muy importante sobre Causalidad y azar en la filosofía de Aristóteles, impreso en Basilea en 1942, cuando su doctorado ya no fue posible en la Facultad de aquí. Al final del prefacio la autora escribe: «El ensayo de interpretación fenomenológica, cuya primera parte presentamos aquí, ha sido posible gracias a las interpretaciones inéditas de la filosofía griega de M. Heidegger.» Puede Vd. ver aquí el ejemplar que la autora me envió con una dedicatoria de su puño y letra en abril de 1948. Antes de su muerte en Bruselas visité a la Sra. Weiss varias veces.
SPIEGEL: Durante largo tiempo fue Vd. amigo de Karl Jaspers. Después de 1933 empezó a enturbiarse esta relación. Se dice que este enturbiamiento guarda relación con el hecho de que la mujer de Jaspers era judía. ¿Puede Vd. decir algo sobre esto?
HEIDEGGER: Eso que Vd. dice es mentira. Era amigo de Karl Jaspers desde 1919. Les visité, a él y a su mujer, en el verano de 1933 en Heidelberg. Entre 1934 y 1938 me envió todas sus publicaciones «con un cordial saludo». Aquí las tiene.
SPIEGEL: Aquí dice: «Con un cordial saludo». Pero el saludo no sería «cordial» si antes hubiera habido un enturbiamiento. Otra pregunta similar: Vd. fue discípulo de su predecesor judío en la cátedra de la Universidad de Friburgo, Edmund Husserl. El le propuso a Vd. como sucesor en la cátedra. Su relación con él no puede haber estado exenta de agradecimiento.
HEIDEGGER: Vd. tiene la dedicatoria de Ser y Tiempo.
SPIEGEL: Claro.
HEIDEGGER: En 1929 redacté el escrito de homenaje para su setenta cumpleaños y en la fiesta de su casa pronuncié el discurso que, también en mayo de 1929, fue impreso en las comunicaciones académicas.
SPIEGEL: Pero es más tarde cuando se enturbian las relaciones. ¿Puede Vd., si lo desea, decirnos a qué hay que atribuirlo?
HEIDEGGER: Las diferencias, desde el punto de vista objetivo, se habían agudizado. A comienzos de los años treinta Husserl llevó a cabo públicamente un ajuste de cuentas con Max Scheler y conmigo en términos inequívocos. Qué movió a Husserl a pronunciarse con tal notoriedad contra mi pensamiento, no he podido saberlo.
SPIEGEL: ¿Con ocasión de qué fue eso?
HEIDEGGER: En la Universidad de Berlín Husserl habló ante 1.600 oyentes. Heinrich Mühsam habló en uno de los grandes periódicos de Berlín de un «ambiente de palacio de deportes».
SPIEGEL: En nuestro contexto la disputa en sí misma no tiene interés. Sólo interesa que no hubo una disputa que tuviera algo que ver con el año 1933.
HEIDEGGER: En lo más mínimo.
SPIEGEL: Esa era también nuestra idea. Pero, ¿no es cierto que más tarde Vd. retiró de Ser y Tiempo la dedicatoria a Husserl?
HEIDEGGER: Es cierto. He explicado este hecho en mi libro De camino hacia el lenguaje. En él escribí: «Con el fin de hacer frente a falsas afirmaciones, ampliamente extendidas, hay que hacer notar aquí expresamente que la dedicatoria de Ser y Tiempo, mencionada en el texto del diálogo (p. 92), se mantuvo también en la 4. a edición de 1935. Cuando el editor vio en peligro la quinta edición del libro -por una posible prohibición- se convino finalmente, a propuesta y por deseo de Niemeyer, retirar la dedicatoria en esta edición, con la condición, que yo puse, de que se mantuviera la nota de la página 38, que es donde realmente esa dedicatoria recibe su fundamento, y que dice: “Si la siguiente investigación da algunos pasos hacia adelante por el camino que abre las ‘cosas mismas’, lo debe el autor en primera línea a E. Husserl, que le familiarizó durante los años de estudio del autor en Friburgo con los más variados dominios de la investigación fenomenológica, mediante una solícita dirección personal y la más liberal comunicación de trabajos inéditos”».
SPIEGEL: Entonces ya no necesitamos preguntarle si es cierto que Vd., como rector de la Universidad de Friburgo, prohibió la entrada o la utilización de la Biblioteca de la Universidad o del Seminario de Filosofía al profesor emérito Husserl.
HEIDEGGER: Eso es una calumnia.
SPIEGEL: ¿Y no hay tampoco una carta en la que se expresa esta prohibición a Husserl? ¿De dónde ha salido ese rumor?
HEIDEGGER: Tampoco lo sé, no encuentro para ello explicación alguna. Que todo este asunto es inverosímil, puedo demostrárselo a través de algo que tampoco se conoce: Durante mi rectorado, el ministerio pretendió retirar al director de la Clínica Universitaria, profesor Tannhauser, y al profesor de Química y Física, futuro premio Nobel, von Hevesy, ambos judíos; tras una visita al ministro, logré mantenerlos en sus puestos. Que mantuviera a estos dos hombres y que al mismo tiempo actuara, de la forma que se ha divulgado, contra Husserl, profesor emérito y mi propio maestro, es absurdo. Impedí también que estudiantes y profesores prepararan una manifestación contra el profesor Tannhauser delante de su clínica. En la esquela que la familia Tannhauser publicó en el periódico de aquí se dice: «Hasta 1934 fue el respetado director de la Clínica Universitaria en Friburgo i. Br. Brocline, Mass., 18.12.1962». Sobre el profesor von Hevesy informaban las Freiburger Universitätsblätter, Heft 11, febrero de 1966: «Durante los años 1926-1934 von Hevesy fue director del Instituto de Física y Química de la Universidad de Friburgo i. Br.» Cuando yo dimití, ambos directores fueron cesados de sus cargos. Había entonces profesores, que se habían quedado sin cátedra, que pensaban: ahora es el momento de ascender. A toda esta gente la rechacé cuando venía a verme.
SPIEGEL: Vd. no participó en 1938 en el entierro de Husserl. ¿Por qué?
HEIDEGGER: Sobre esto sólo querría decir lo siguiente: el reproche de que rompí mis relaciones con Husserl carece de base. En mayo de 1933 mi mujer escribió a la Sra. Husserl, en nombre de los dos, una carta en la que le testimoniábamos nuestro inalterable agradecimiento, y se la envié a casa con un ramo de flores. La Sra. Husserl contestó enseguida, dando las gracias de manera formal y diciendo que las relaciones entre nuestras familias se habían roto. Que durante la enfermedad y muerte de Husserl no le testimoniara una vez más mi agradecimiento y mi respeto, es un fallo humano, del que más tarde pedí disculpas por carta a la Sra. Husserl.
SPIEGEL: Husserl murió en 1938. Ya en febrero de 1934 había Vd. dimitido del rectorado. ¿Cómo sucedió?
HEIDEGGER: Aquí no tengo más remedio que remontarme un poco más atrás. Con la intención de superar la organización técnica de la Universidad, es decir, de renovar las Facultades desde dentro, partiendo de sus tareas objetivas, propuse nombrar como decanos para el semestre de invierno de 1933‑1934 en algunas Facultades a colegas jóvenes, pero, sobre todo, destacados en su especialidad, y desde luego sin mirar cuál era su posición respecto del partido. De esta manera fueron decanos los profesores Erik Wolf en la Facultad de Derecho, Schadewalt en la de Filosofía, Soergel en la de Ciencias y von Möllendorf, que en primavera había sido destituido como rector, en la de Medicina. Pero ya durante las Navidades de 1933 estuvo claro que no podría sacar adelante la renovación de la Universidad, que yo imaginaba, contra la resistencia de mis colegas y contra el partido. Por ejemplo, los colegas tomaban a mal que metiera a los estudiantes en responsabilidades administrativas de la Universidad, justo como ocurre hoy. Un día me llamaron de Karlsruhe, donde el ministro, por boca de su consejero ministerial y en presencia del jefe estudiantil de la región, me exigió que sustituyera a los decanos de Derecho y Medicina por otros colegas que fueran bien vistos por el partido. Rechacé estas pretensiones y ofrecí mi renuncia al rectorado, si el ministro permanecía en sus exigencias, lo que fue el caso. Esto fue en febrero de 1934; me retiré tras diez meses en el cargo, cuando los rectores permanecían entonces dos o tres años. Mientras la prensa de dentro y de fuera del país comentó de diversas maneras mi aceptación del rectorado, no dijo una palabra de mi dimisión.
SPIEGEL: ¿Tuvo Vd. entonces tratos con Rust?
HEIDEGGER: ¿Cuándo es «entonces»?
SPIEGEL: Se habla aún de un viaje que Rust hizo aquí, a Friburgo, en 1933.
HEIDEGGER: Se trata de dos hechos diferentes. Con ocasión de una conmemoración ante la tumba de Schlageter en su ciudad natal, Schonau im Wiesental, tuve ocasión de saludar de manera breve y meramente formal al ministro. Luego, el ministro no supo más de mí. No me esforcé entonces por tener ninguna conversación con él. Schlageter era estudiante de Friburgo y pertenecía a una corporación católica de las que llevan colores. La conversación tuvo lugar en noviembre de 1933 en Berlín con ocasión de una conferencia de rectores. Le expuse mi concepción de la ciencia y la posible configuración de las Facultades. Tomó atenta nota de todo, hasta e] punto de que abrigué la esperanza de que lo que le expuse podía tener efecto. Pero no fue así. No comprendo cómo esta entrevista mía con el entonces ministro de Educación se convierte en un reproche, cuando por la misma época todos los gobiernos extranjeros se apresuraban a reconocer a Hitler y a prestarle la habitual reverencia diplomática.
SPIEGEL: ¿Cómo se desarrollaron sus relaciones con el NSDAP, una vez que se retiró del rectorado?
HEIDEGGER: Tras la retirada del rectorado retorné a mis tareas docentes. En el semestre de verano mis clases versaron sobre «Lógica» 2°. En el siguiente semestre 1934-1935 di el primer curso sobre Hölderlin. En 1936 empezaron los cursos sobre Nietzsche. Todos los que pudieron oírlas entendieron que se trataba de una discusión con el nacionalsocialismo.
SPIEGEL: ¿Cómo se desarrolló la transmisión del cargo? ¿No participó Vd. en la ceremonia?
HEIDEGGER: No, rehusé participar en ella.
SPIEGEL: ¿Fue su sucesor un miembro comprometido del partido?
HEIDEGGER: Era de Derecho; Der Alemanne, el periódico del partido, anunció su nombramiento como rector con grandes titulares: «El primer rector nacionalsocialista de la Universidad».
SPIEGEL: ¿Tuvo Vd. después dificultades con el partido o cómo fue la cosa?
HEIDEGGER: Estaba permanentemente vigilado.
SPIEGEL: ¿Puede Vd. dar un ejemplo?
HEIDEGGER: Sí, el caso del Dr. Hanke.
SPIEGEL: ¿Cómo llegó a saberlo?
HEIDEGGER: Porque él mismo vino a decírmelo. Se había ya doctorado en el semestre de invierno de 1936-1937, y durante el semestre de verano del 37 fue miembro de mi seminario. Había sido enviado por el SD para vigilarme.
SPIEGEL: ¿Y cómo decidió de repente ir a verle?
HEIDEGGER: Tras mi seminario sobre Nietzsche del semestre de verano del 37 y tal como en él se desarrolló el trabajo, me confesó que no podía ya aceptar la vigilancia que le habían encomendado y que quería poner en mi conocimiento esta situación, con vistas a mi ulterior actividad académica.
SPIEGEL: ¿No tuvo Vd. además otras dificultades con el partido?
HEIDEGGER: Sólo sé que mis escritos no podían ser reseñados, por ejemplo, el artículo «La doctrina de Platón acerca de la verdad». Mi conferencia sobre Hölderlin, que pronuncié en 1936 en el Instituto Germánico de Roma, fue atacada de forma rastrera en la revista de las Juventudes HitlerianasWille und Macht. La polémica que en el verano de 1934 se inició contra mí en la revista de E. KrieckVolk im Werden deberían volverla a leer los interesados. En el Congreso Internacional de Filosofía de Praga, en 1934, no formé parte de la delegación alemana ni fui invitado a participar. De igual forma, seguí siendo excluido en el Congreso Internacional de Descartes de París, en 1937, lo cual resultó en París tan extraño que la dirección del Congreso allí -el profesor Bréhier, de la Sorbona- se dirigió por su cuenta a mí para preguntarme por qué yo no formaba parte de la delegación alemana. Contesté que podrían informarse de este caso en el ministerio de Educación del Reich, en Berlín. Algún tiempo después me llegó de Berlín el requerimiento de integrarme con posterioridad en la delegación, cosa que rechacé. Las conferencias «¿Qué es Metafísica» y «De la esencia de la verdad» tuvieron que venderse, sin título en la cubierta, bajo cuerda. Después de 1934, el discurso del rectorado fue inmediatamente retirado de la venta por orden del partido. Sólo debía ser comentado en los campamentos de profesores nacionalsocialistas como objeto de polémica política.
SPIEGEL: Cuando en 1939 la guerra…
HEIDEGGER: En el último año de guerra, quinientos de los más conocidos científicos y artistas fueron liberados de cualquier tipo de servicio militar. A mí no me incluyeron entre ellos; al contrario, fui destinado en el verano de 1944 a trabajos de atrincheramiento al otro lado del Rin, en Kaiserstuhl.
SPIEGEL: En el otro lado, en la parte suiza, cavó trincheras Karl Barth.
HEIDEGGER: Es interesante cómo sucedió. El rector invitó a todo el cuerpo docente a ir al aula 5 y pronunció un breve discurso del siguiente tenor: lo que iba a decir había sido acordado con el jefe del distrito y con el jefe de la región del NS. Quería dividir todo el cuerpo docente en tres grupos: primero, el de los profesores de los que se podía prescindir totalmente; segundo, el de los que se podía prescindir a medias; y el tercero, el de los imprescindibles. En el primer lugar de los totalmente innecesarios fue citado Heidegger y luego Ritter. En el semestre de invierno de 1944-1945, cuando acabé de cavar trincheras en el Rin, di un curso con el título: «Poetizar y pensar», en cierto sentido una continuación de mi curso sobre Nietzsche, es decir, de la discusión con el nacionalsocialismo. Después de la segunda hora, fui enrolado en la Volkssturm; de los profesores que fueron llamados, yo era el más viejo.
SPIEGEL: Creo, profesor Heidegger, que no es necesario que oigamos los hechos hasta su jubilación de facto o, digamos, hasta su jubilación legal. Son, ciertamente, conocidos.
HEIDEGGER: Conocidos, desde luego, no son. Es un asunto bastante feo.
SPIEGEL: A no ser que Vd. quiera decir algo.
HEIDEGGER: No.
SPIEGEL: Quizá debamos resumir: en 1933 cayó Vd., como persona apolítica en sentido estricto, no en sentido amplio, en la política de ese supuesto resurgimiento…
HEIDEGGER: …en el camino de la Universidad…
SPIEGEL: …en el camino de la Universidad. Un año después, más o menos, abandonó Vd. la función que había aceptado. Pero en un curso de 1935, que fue publicado en 1953 con el título deIntroducción a la Metafísica, decía Vd.: «Lo que hoy -se trata, pues, de 1935- se ofrece por ahí como filosofía del nacionalsocialismo, pero que no tiene lo más mínimo que ver con la interna verdad y la grandeza de este movimiento (a saber, con el encuentro de la técnica, extendida en todo el planeta, y del hombre moderno), pesca en esas turbias aguas de los “valores” y las “totalidades”». ¿Añadió Vd. el texto entre paréntesis en 1953, en el momento de imprimir -como si quisiera explicar al lector de 1953 dónde había visto Vd. «la interna verdad y la grandeza del movimiento», es decir, del nacionalsocialismo- o estaban ya los paréntesis explicativos en 1935?
HEIDEGGER: Estaban ya en mi manuscrito, lo cual correspondía exactamente a la concepción que yo entonces tenía de la técnica, y no todavía a la concepción posterior de la esencia de la técnica como im-posición. Si no lo expuse oralmente fue porque estaba convencido de que mis oyentes lo entenderían correctamente; los tontos, espías y fisgones entendieron otra cosa… que es lo que querían.
SPIEGEL: Seguramente incluiría Vd. también ahí al movimiento comunista.
HEIDEGGER: Sí, por supuesto, como determinado por la técnica planetaria.
SPIEGEL: ¿Quién sabe si no incluiría Vd. también la totalidad de los esfuerzos norteamericanos?
HEIDEGGER: También eso lo diría. Mientras, a lo largo de los últimos treinta años, se ha hecho cada vez más claro que el movimiento planetario de la técnica moderna es un poder cuya capacidad de determinar la historia apenas puede apreciarse. Hoy es para mí una cuestión decisiva cómo podría coordinarse un sistema político con la época técnica actual y cuál podría ser. No conozco respuesta a esta pregunta. No estoy convencido de que sea la democracia.
SPIEGEL: Pero «la» democracia no es más que un concepto colectivo, bajo el que caben muy diversas ideas. La cuestión es si todavía es posible una transformación de esta forma política. Después de 1945 se ha manifestado Vd. sobre las aspiraciones políticas del mundo occidental y ha hablado también de la democracia, de la expresión política de la concepción cristiana del mundo y también del Estado de Derecho, y ha denominado a todas estas aspiraciones «medias tintas»(Halbheiten).
HEIDEGGER: Ante todo le pido que me diga dónde he hablado yo de la democracia y de todo lo demás que Vd. ha enumerado. De «medias tintas» podría, sí, calificarlas porque no veo en ellas una efectiva discusión con el mundo técnico, porque tras ellas está siempre, a mi modo de ver, la idea de que la esencia de la técnica es algo que el hombre tiene en sus manos, lo cual, en mi opinión, no es posible. La técnica en su esencia es algo que el hombre, por sí mismo, no domina.
SPIEGEL: ¿Cuál de las corrientes que hemos esbozado sería, a su modo de ver, la más adecuada a su tiempo?
HEIDEGGER: No lo sé. Pero sí veo en ello una cuestión decisiva. Habría que aclarar, por lo pronto, lo que Vd. entiende por «tiempo». Más aún, habría que preguntar si la adecuación a su tiempo es la pauta de la «verdad interna» de la acción humana, si la acción que marca la pauta no es el pensar y el poetizar, a pesar de la mala fama de ese giro.
SPIEGEL: Pero es evidente que en ninguna época el hombre ha dominado sus instrumentos, véase el aprendiz de brujo. ¿No es demasiado pesimista decir: no dominaremos este instrumento, indudablemente mucho más grande, de la técnica moderna?
HEIDEGGER: Pesimismo, no. Pesimismo y optimismo son, en el ámbito de la reflexión que estamos intentando, posturas que se quedan muy cortas. Pero, sobre todo, la técnica moderna no es un instrumento y no tiene nada que ver con instrumentos.
SPIEGEL: ¿Por qué tenemos que estar tan fuertemente dominados por la técnica…?
HEIDEGGER: Yo no digo dominados. Digo que aún no tenemos un camino que corresponda a la esencia de la técnica.
SPIEGEL: Sin embargo, se le podría objetar de manera completamente ingenua: pero, ¿qué es lo que está aquí dominado? Todo funciona. Cada vez se construyen más centrales eléctricas. Cada vez se producirá con mayor destreza. En la parte del mundo altamente tecnificado, los hombres están bien atendidos. Vivimos en un estado de bienestar. ¿Qué falta en realidad?
HEIDEGGER: Todo funciona. Esto es precisamente lo inhóspito, que todo funciona y que el funcionamiento lleva siempre a más funcionamiento y que la técnica arranca al hombre de la tierra cada vez más y lo desarraiga. No sé si Vd. estaba espantado, pero yo desde luego lo estaba cuando vi las fotos de la Tierra desde la Luna. No necesitamos bombas atómicas, el desarraigo del hombre es un hecho. Sólo nos quedan puras relaciones técnicas. Donde el hombre vive ya no es la Tierra. Hace poco tuve en Provenza una larga conversación con René Char, el poeta y resistente, como Vd. sabe. En Provenza se han instalado ahora bases de cohetes y la región ha sido devastada de forma inimaginable. El poeta, que no es precisamente sospechoso de sentimentalismo y de glorificar el idilio, me decía que el desarraigo del hombre, que está sucediendo, es el final, a no ser que alguna vez el pensar y el poetizar logren alcanzar el poder sin violencia.
SPIEGEL: Sin embargo, hay que decir que estamos bien aquí y que en nuestro tiempo no tendremos que marcharnos; pero, ¿quién sabe si el destino del hombre es estar en la Tierra? Es pensable que el hombre no tenga destino alguno. Pero, de todos modos, puede contemplarse también como una posibilidad humana salir de la Tierra a otros planetas; para lo cual falta aún seguramente mucho tiempo. Pero, ¿dónde está escrito que el hombre tenga aquí su sitio?
HEIDEGGER: Si no estoy mal orientado, sé, por la experiencia e historia humanas, que todo lo esencial y grande sólo ha podido surgir cuando el hombre tenía una patria y estaba arraigado en una tradición. La literatura actual, por ejemplo, es en gran parte destructiva.
SPIEGEL: Nos molesta la palabra destructiva en la medida en que suena a nihilismo, palabra que, debido precisamente a Vd. y a su filosofía, ha ampliado enormemente su contexto significativo. Nos sorprende oír la palabra «destructiva» con relación a la literatura, aunque Vd. podría o tendría que verla formando parte íntegramente de ese nihilismo.
HEIDEGGER: Yo diría que la literatura a la que me he referido no es nihilista en el sentido que esta palabra tiene en mi pensamiento (Nietzsche, II, p. 335 y ss.)
SPIEGEL: Vd. ve con toda claridad, y así lo ha expresado en su obra, un movimiento universal que conduce o ha conducido ya al Estado tecnológico absoluto.
HEIDEGGER: ¡Sí! Pero justamente el Estado técnico corresponde poquísimo al mundo y la sociedad determinados por la esencia de la técnica. Frente al poder de la técnica, el Estado técnico sería su más servil y ciego esbirro.
SPIEGEL: Bien. Pero ahora se plantea la cuestión: ¿puede el individuo influir aún en esa maraña de necesidades inevitables, o puede influir la filosofía, o ambos a la vez, en la medida en que la filosofía lleva a una determinada acción a uno o a muchos individuos?
HEIDEGGER: Con esta pregunta volvemos al comienzo de nuestra conversación. Si se me permite contestar de manera breve y tal vez un poco tosca, pero tras una larga reflexión: la filosofía no podrá operar ningún cambio inmediato en el actual estado de cosas del mundo. Esto vale no sólo para la filosofía, sino especialmente para todos los esfuerzos y afanes meramente humanos. Sólo un dios puede aún salvarnos. La única posibilidad de salvación la veo en que preparemos, con el pensamiento y la poesía, una disposición para la aparición del dios o para su ausencia en el ocaso; dicho toscamente, que no «estiremos la pata», sino que, si desaparecemos, que desaparezcamos ante el rostro del dios ausente.
SPIEGEL: ¿Hay una relación entre su pensamiento y la venida de ese dios? ¿Hay entre ellos, a su juicio, una relación causal? ¿Cree Vd. que podemos traer al dios con el pensamiento?
HEIDEGGER: No podemos traerlo con el pensamiento, lo más que podemos es preparar la disposición para esperarlo.
SPIEGEL: Pero, ¿podemos ayudar a ello?
HEIDEGGER: Preparar esa disposición sería la primera ayuda. El mundo no es lo que es y como es por el hombre, pero tampoco puede serlo sin él. Esto guarda relación, en mi opinión, con que lo que yo denomino «el ser» -usando una palabra que viene de muy antiguo, equívoca y hoy ya gastada- necesita del hombre, que el ser no es ser sin que el hombre le sea necesario para su manifestación, salvaguardia y configuración. La esencia de la técnica la veo en lo que denomino la «im-posición» (Ge-stell). Este nombre, malentendido con facilidad por los primeros oyentes, remite lo que dice, rectamente entendido, a la más íntima historia de la metafísica, que aún hoy determina nuestra existencia. El imperio de la «im-posición» significa: el hombre está colocado, requerido y provocado por un poder, que se manifiesta en la esencia de la técnica. Precisamente en la experiencia de que el hombre está colocado por algo, que no es él mismo y que no domina, se le muestra la posibilidad de comprender que el hombre es necesitado por el ser. En lo que constituye lo más propio de la técnica moderna se oculta justamente la posibilidad de experimentar el ser necesitado y el estar dispuesto para estas nuevas posibilidades. Ayudar a comprender esto: el pensamiento no puede hacer más. La filosofía ha llegado a su fin.
SPIEGEL: En otros tiempos -y no sólo en otros- se ha pensado que de todos modos la filosofía actúa indirectamente con frecuencia, directamente rara vez, pero que podría actuar indirectamente muchas veces, que ha ayudado a que irrumpan nuevas corrientes. Si se piensa, tan sólo entre los alemanes, en los grandes nombres de Kant, Hegel, hasta Nietzsche, por no mencionar a Marx, puede comprobarse cómo, mediante rodeos, la filosofía ha tenido un enorme efecto. ¿Cree Vd. que este efecto de la filosofía ha terminado? Y cuando Vd. dice que la filosofía ha muerto, que ya no existe, ¿se incluye en ello la idea de que este efecto de la filosofía, aunque alguna vez se dio, hoy ya no se da?
HEIDEGGER: Lo acabo de decir: mediante otro pensamiento es posible un efecto indirecto, pero ninguno directo, como si el pensamiento pudiera ser la causa de un cambio del estado de cosas del mundo.
SPIEGEL: Discúlpenos, no queremos filosofar, de lo que no somos capaces, pero estamos en el punto en que convergen política y filosofía, por lo cual le pedimos que nos perdone, si le arrastramos ahora a un diálogo sobre ello. Vd. ha dicho exactamente que la filosofía y el individuo no pueden hacer otra cosa que…
HEIDEGGER: …ese preparar la disposición de mantenerse abiertos para la llegada o la ausencia del dios. La experiencia de esa ausencia no es algo negativo, sino una liberación para el hombre de lo que en Ser y Tiempo llamé la caída en el ente. A ese preparar la mencionada disposición pertenece la reflexión sobre lo que hoy hay.
SPIEGEL: Pero en realidad aún tendría que venir el famoso impulso exterior, un dios o lo que sea. Así pues, el pensamiento, por su cuenta y bastándose a sí mismo, ¿ya no puede hoy producir efectos? En otra época los produjo, en opinión de los que en ella vivían y, creo yo, en la nuestra.
HEIDEGGER: Pero no de forma directa.
SPIEGEL: Hemos nombrado ya a Kant, Hegel y Marx como grandes incitadores. Pero también de Leibniz han partido impulsos para el desarrollo de la física moderna y, con ello, para el surgimiento del mundo moderno. Creemos -lo ha dicho antes- que Vd. no cuenta ya hoy con tales efectos.
HEIDEGGER: En el sentido de la filosofía, ya no. El papel que la filosofía ha tenido hasta ahora lo han asumido hoy las ciencias. Para esclarecer suficientemente el «efecto» del pensamiento tendríamos que dilucidar más detenidamente qué significan aquí efecto y acción de producir. Sería necesario distinguir cuidadosamente entre ocasión, impulso, fomento, ayuda, impedimento y cooperación. Pero sólo lograremos la dimensión adecuada para estas distinciones cuando hayamos dilucidado suficientemente el principio de razón. La filosofía se disuelve en ciencias particulares: la psicología, la lógica, la politología.
SPIEGEL: ¿Y quién ocupa ahora el puesto de la filosofía?
HEIDEGGER: La cibernética.
SPIEGEL: ¿O la devoción, que se mantiene abierta?
HEIDEGGER: Pero eso ya no es filosofía.
SPIEGEL: ¿Qué es entonces?
HEIDEGGER: Yo lo llamo el otro pensar.
SPIEGEL: Vd. lo llama el otro pensar. ¿Podría formularlo un poco más claramente?
HEIDEGGER: ¿Ha pensado Vd. en la frase con la que acaba mi conferencia «La cuestión de la técnica»: «Preguntar es la devoción del pensamiento»?.
SPIEGEL: Hemos encontrado en el curso sobre Nietzsche una frase iluminadora. Dice Vd.: «Como en el pensamiento filosófico domina la más alta vinculación posible, por ello todos los grandes pensadores piensan lo mismo. Pero este “lo mismo” es tan fundamental y rico que nunca un individuo lo agota, sino que cada uno se vincula a los otros cada vez más rigurosamente». Sin embargo, precisamente este edificio filosófico parece, en su opinión, haber llegado a su fin.
HEIDEGGER: Ha llegado a su fin, pero no ha desaparecido, sino que se hace presente de nuevo en el diálogo. Todo mi trabajo en los cursos y seminarios de los últimos treinta años sólo ha sido, en lo fundamental, interpretación de la filosofía occidental. El retorno a las bases históricas del pensamiento, repensar las cuestiones todavía no cuestionadas desde la filosofía griega, no es disolver la tradición. Pero sí afirmo: el modo de pensar de la metafísica tradicional, que ha acabado con Nietzsche, no ofrece ya posibilidad alguna de experimentar con el pensamiento la era técnica que ahora comienza.
SPIEGEL: Hace aproximadamente dos años, en una conversación con un monje budista, habló Vd. de «un método de pensamiento completamente nuevo, que sólo sería practicable por pocos hombres». ¿Quería Vd. dar a entender con ello que sólo muy poca gente puede tener las intuiciones que, a su modo de ver, son posibles y necesarias?
HEIDEGGER: «Tener» en el sentido absolutamente original de que pueden, de alguna forma, expresarlas.
SPIEGEL: Sí, pero transmitirlas para su realización es algo que, en ese diálogo con el budista, no ha expuesto con claridad.
HEIDEGGER: No puedo hacerlo. No sé nada de cómo este pensar «actúa». Puede ser que hoy el camino del pensamiento conduzca al silencio, para preservarlo de que, al cabo de un año, sea malvendido. Puede que se necesiten trescientos años para que «actúe».
SPIEGEL: Lo comprendemos muy bien. Pero como no vamos a vivir dentro de trescientos años, sino que vivimos aquí y ahora, el silencio nos está vedado. Nosotros, políticos, semipolíticos, ciudadanos, periodistas, etc., tenemos inexcusablemente que tomar decisiones. Con el sistema en el que vivimos tenemos que organizarnos, que intentar cambiarlo, tenemos que atisbar la angosta puerta de las reformas, la todavía más angosta puerta de la revolución. Esperamos ayuda de los filósofos, naturalmente una ayuda indirecta, mediante rodeos. Y entonces oímos: no puedo ayudaros.
HEIDEGGER: Yo tampoco.
SPIEGEL: Lo cual tiene que descorazonar a los no filósofos.
HEIDEGGER: No puedo, porque las cuestiones son tan difíciles que iría contra el sentido que la tarea del pensamiento tiene presentarse inmediatamente en público a predicar y repartir censuras morales. Quizá haya que aventurarse a decir: al misterio del poder planetario de la esencia impensada de la técnica corresponde la provisionalidad y la modestia del pensamiento que intenta meditar sobre eso que permanece impensado.
SPIEGEL: ¿No se cuenta Vd. entre los que, si fueran oídos, indicarían un camino?
HEIDEGGER: ¡No! No conozco el camino de una transformación inmediata del actual estado de cosas del mundo, en el supuesto de que tal cosa sea humanamente posible. Pero me parece que el pensamiento que yo he intentado podría despertar la ya mencionada disposición, esclarecerla y fortalecerla.
SPIEGEL: Una respuesta clara. Pero, ¿puede un pensador lícitamente decir: esperad, que dentro de trescientos años se nos ocurrirá algo?
HEIDEGGER: No se trata sólo de esperar hasta que, pasados trescientos años, se le ocurra al hombre algo, sino de, sin pretensiones proféticas, pensar el futuro a partir de los rasgos decisivos de la época actual, apenas pensados. El pensar no es pasividad, sino, en sí mismo, la acción que está en diálogo con el destino del mundo. Me parece que la distinción entre teoría y praxis, surgida de la metafísica, y la idea de una transmisión entre ambas cierra el camino a la clara visión de lo que yo entiendo por pensar. Tal vez deba mencionar aquí mi curso titulado ¿Qué significa pensar?, que apareció en 1954. Es tal vez un signo de nuestra época que sea precisamente éste el escrito menos leído de todas mis publicaciones.
SPIEGEL: Siempre ha sido, claro está, un malentendido de la filosofía pensar que el filósofo debía producir directamente con su filosofía algún tipo de efecto. Volvamos al principio. ¿No cabría entender el nacionalsocialismo como la realización de ese «encuentro planetario», por un lado, y, por otro, como la última, peor, más fuerte y a la vez más importante protesta contra ese encuentro de la «técnica planetariamente establecida» y el hombre moderno? Manifiestamente hay en Vd. una tensión interna, pues muchos productos secundarios de su actividad no pueden verdaderamente explicarse más que porque Vd. se agarra con distintas partes de su ser, que no afectan al meollo filosófico, a muchas cosas que, como filósofo, sabe que no tienen consistencia, tales como los conceptos de «patria», «arraigo» o similares. ¿Cómo se armoniza esto, técnica planetaria y patria?
HEIDEGGER: Yo no diría eso. Me parece que Vd. toma la técnica como algo demasiado absoluto. Yo veo la situación del hombre en el mundo de la técnica planetaria no como un destino inextricable e inevitable, sino que, precisamente, veo la tarea del pensar en cooperar, dentro de sus límites, a que el hombre logre una relación satisfactoria con la esencia de la técnica. El nacionalsocialismo iba sin duda en esa dirección; pero esa gente era demasiado inexperta en el pensamiento como para lograr una relación realmente explícita con lo que hoy acontece y que está en marcha desde hace tres siglos.
SPIEGEL: Esa explícita relación, ¿la tienen hoy los norteamericanos?
HEIDEGGER: Tampoco la tienen. Están todavía enredados en un pensamiento que, como buen pragmatismo, ayuda sin duda al operar y manipular técnico, pero al mismo tiempo obstruye el camino de una reflexión sobre lo peculiar de la técnica moderna. Entretanto en los EE. UU. se suscitan aquí y allí intentos de liberarse del pensamiento pragmático-positivista. ¿Y quién de nosotros puede decidir si un día en Rusia y en China no resurgirán antiguas tradiciones del «pensamiento», que colaboren a hacer posible para el hombre una relación libre con el mundo técnico?
SPIEGEL: Pero si nadie la tiene y si el filósofo no puede dársela…
HEIDEGGER: Hasta dónde podrá llegar mi pensamiento y en qué medida vaya a ser acogido y fructifique, es algo que no depende de mí. En 1957, en una conferencia titulada «El principio de identidad», que pronuncié con ocasión del jubileo de la Universidad de Friburgo, me atreví a mostrar en unos pocos pasos en qué medida, a una experiencia pensante de aquello en lo que descansa lo peculiar de la técnica moderna, se le abre la posibilidad de que el hombre experimente la relación con una exigencia, que no sólo puede oír, sino que él mismo pertenece a ella. Mi pensamiento está en una ineludible relación con la poesía de Hölderlin. Tengo a Hölderlin no por un poeta cualquiera cuya obra es, junto a otras muchas, tema de los historiadores de la literatura. Hölderlin es para mí el poeta que enseña el futuro, que espera al dios, y que, por tanto, no puede quedar como mero objeto de investigación histórico-literaria.
SPIEGEL: A propósito de Hölderlin -le pedimos disculpas porque, una vez más, tenemos que citar-: en su curso sobre Nietzsche decía Vd. que «el tan citado antagonismo entre lo dionisíaco y lo apolíneo, entre la pasión sagrada y la representación serena, es una oculta ley de estilo que determina históricamente lo alemán, y tenemos que prepararnos y estar dispuestos a que un día cobre forma. Esa oposición no es una fórmula con la que nos limitemos a describir “cultura”. Hölderlin y Nietzsche han colocado, con este antagonismo, un signo de interrogación ante la tarea que los alemanes tienen de encontrar su esencia histórica. ¿Entenderemos este signo? Una cosa es segura: si no lo entendemos, la historia nos lo hará pagar caro». No sabemos en qué año escribió Vd. esto, pero suponemos que en 1935.
HEIDEGGER: Presumiblemente la cita pertenece al curso sobre Nietzsche de 1936-1937 La voluntad de poder como arte. Pero puede haber sido escrito en los años siguientes.
SPIEGEL: Sí. ¿Podría Vd. explicar esto algo más? Pues es algo que nos lleva de un camino general a un destino concreto de los alemanes.
HEIDEGGER: Lo que esa cita dice podría también decirlo así: estoy convencido de que sólo partiendo del mismo lugar del que ha surgido la técnica moderna puede prepararse un cambio, que no puede producirse mediante la adopción del budismo zen o de cualquier otra experiencia oriental del mundo. Para una transformación del pensamiento necesitamos apoyarnos en la tradición europea y reapropiárnosla. El pensamiento sólo se transforma por un pensamiento que tenga su mismo origen y determinación.
SPIEGEL: Precisamente en ese lugar, en el que ha surgido el mundo técnico, tiene él, cree Vd…
HEIDEGGER: …que ser superado en sentido hegeliano, no eliminado, sino superado, pero no únicamente por el hombre.
SPIEGEL: ¿Atribuye Vd. a los alemanes una tarea especial?
HEIDEGGER: Sí, en el sentido del diálogo con Hölderlin.
SPIEGEL: ¿Cree Vd. que los alemanes tienen una cualificación específica para ese cambio?
HEIDEGGER: Pienso en el particular e íntimo parentesco de la lengua alemana con la lengua de los griegos y con su pensamiento. Esto me lo confirman hoy una y otra vez los franceses. Cuando empiezan a pensar, hablan alemán; aseguran que no se las arreglan con su lengua.
SPIEGEL: ¿Se explica Vd. así que en los países románicos, sobre todo en Francia, haya Vd. tenido tan gran influencia?
HEIDEGGER: Porque ven que con toda su gran racionalidad no consiguen calar en el mundo actual, cuando se trata de comprender el origen de su esencia. El pensamiento se traduce tan escasamente como la poesía. Como mucho puede transcribirse. En cuanto se hace una traducción literal, todo resulta alterado.
SPIEGEL: Un pensamiento desazonante.
HEIDEGGER: Sería bueno que esta desazón trajese seriedad a gran escala y se considerase por fin qué decisiva transformación ha sufrido el pensamiento griego al ser traducido al latín, un acontecimiento que aún hoy nos impide una comprensión suficiente de las palabras clave del pensamiento griego.
SPIEGEL: Profesor, nosotros realmente siempre partiríamos de la posición optimista de que algo se comunica, de que algo se puede traducir, pues, cuando cesa el optimismo de que determinados pensamientos pueden comunicarse por encima de las fronteras lingüísticas, amenaza el provincianismo.
HEIDEGGER: ¿Calificaría Vd. de «provinciano» al pensamiento griego frente al modo de conceptuar del Imperio romano? Las cartas comerciales pueden traducirse a todos los idiomas. Las ciencias -que para nosotros hoy significan las ciencias de la naturaleza con la física matemática como ciencia fundamental- son traducibles a todas las lenguas, o, mejor dicho, no se traducen, sino que hablan el mismo lenguaje matemático. Estamos rozando aquí un campo amplio y difícil de recorrer.
SPIEGEL: Quizá esto entre también en este tema: en este momento, hay, sin exageración, una crisis del sistema democrático parlamentario. La hay desde hace mucho. Especialmente en Alemania, pero no sólo en Alemania. La hay también en los países clásicos de la democracia, Inglaterra y Norteamérica. En Francia ya no hay crisis. La pregunta es: ¿no pueden venir de los pensadores, si Vd. quiere como productos secundarios, indicaciones de que este sistema tiene que ser sustituido por otro y qué aspecto deba tener el nuevo, o indicaciones de que tiene que ser posible una reforma, y también de cómo podría hacerse? De lo contrario, seguimos en lo mismo: que el hombre no educado filosóficamente -que es normalmente quien tiene el control de la situación (aunque él no la haya dispuesto así) y quien está controlado por la situación- saque conclusiones falsas, y quizá incluso tome decisiones espantosas. Así pues, ¿no debería el filósofo estar dispuesto a pensar cómo pueden los hombres arreglar su convivencia en este mundo, que ellos mismos han tecnificado y que quizá les supera? ¿No se espera con razón del filósofo que dé indicaciones de cómo imagina él una vida posible? Y si no lo hace, ¿no falta el filósofo a una parte, que por mí puede ser pequeña, de su oficio y de su vocación?
HEIDEGGER: Por lo que yo veo, un individuo no está en condiciones de captar la totalidad de mundo con el pensamiento como para poder dar orientaciones prácticas; y esto es así incluso en lo que se refiere a la tarea de encontrar una nueva base para el propio pensamiento. En la medida en que, de cara a la gran tradición, se toma a sí mismo en serio, se le exige demasiado al pensamiento si tiene que aplicarse a dar orientaciones. ¿Con qué derecho podría hacerlo? En el ámbito del pensamiento no hay argumentos de autoridad. La única medida del pensamiento proviene de la cosa misma que ha de pensar. Pero ésta es ante todo problemática. Para hacer comprensible esta situación sería necesario ante todo una dilucidación de las relaciones entre la filosofía y las ciencias, cuyos resultados técnico-prácticos hacen que un pensamiento al estilo de la filosofía aparezca hoy cada vez más como algo superfluo. A la difícil situación en la que, respecto de su propia tarea, el pensamiento se encuentra, corresponde una extrañeza, nutrida precisamente de la posición preponderante de las ciencias, ante el pensamiento que tiene que rehusar responder a las cuestiones prácticas e ideológicas, que la actualidad exige.
SPIEGEL: Profesor, en el ámbito del pensamiento no hay argumentos de autoridad. Tampoco puede entonces sorprender que también al arte moderno le sea difícil proponer argumentos de autoridad. Sin embargo, Vd. lo llama «destructivo». El arte moderno se entiende a sí mismo con frecuencia como un arte experimental. Sus obras son intentos…
HEIDEGGER: Yo me dejo gustosamente enseñar.
SPIEGEL: …intentos de salir de una situación de aislamiento del hombre y del artista, y entre cien intentos surge, de vez en cuando, el éxito.
HEIDEGGER: La gran pregunta es ésta: ¿dónde está el arte? ¿Cuál es su lugar?
SPIEGEL: Bien, pero Vd. exige del arte algo que ya no exige al pensamiento.
HEIDEGGER: Yo no exijo nada del arte. Tan sólo digo que hay que preguntar qué lugar ocupa.
SPIEGEL: Y si el arte no sabe cuál es su lugar, ¿por eso es destructivo?
HEIDEGGER: Bien, táchelo. Pero querría dejar claro que no veo en qué sentido el arte moderno puede dar una orientación, que, sobre todo, sigue siendo oscuro dónde ve él lo más propio del arte o por lo menos dónde lo busca.
SPIEGEL: También el artista carece de vínculos con la tradición. Podría perfectamente encontrarlos y decir: sí, así se pudo pintar hace seiscientos, trescientos o treinta años. Pero ahora él ya no puede pintar así. Aunque quisiera, no podría. Pues entonces el pintor más grande sería el genial falsificador Hans van Meegeren, que podía pintar «mejor» que los otros. Pero eso no puede ser. Así pues, el artista, el escritor, el poeta se encuentran en una situación similar a la del pensador. ¡Cuántas veces tenemos que decir: cierra los ojos!
HEIDEGGER: Si se toma como marco para la coordinación de arte, poesía y filosofía la «actividad cultural» entonces se tienen que poner al mismo nivel. Pero si se vuelve problemática no sólo la actividad, sino lo que se denomina «cultura», entonces la reflexión sobre esa problematicidad cae dentro del cometido del pensamiento, cuya crítica situación apenas puede dejar de pensarse. Pero la máxima penuria del pensamiento estriba en que hoy, por lo que puedo apreciar, no habla aún ningún pensador que sea lo suficientemente «grande» como para llevar al pensamiento, inmediatamente y de forma plástica, ante su tema y ponerlo así en su camino. Para nosotros, los hombres de hoy, la magnitud de lo por pensar es demasiado grande. Quizá podamos esforzarnos en construir la pasarela, angosta y que no lleva muy lejos, de un tránsito.
SPIEGEL: Profesor Heidegger, le damos gracias por esta conversación.
El hombre más independiente de Europa
Peter Sloterdijk
La ruptura de Nietzsche con la antigua tradición evangélica europea permite percibir que, a partir de cierto estadio de la Ilustración, las funciones indirectamente eulógicas del discurso ya no pueden ser aseguradas por compromisos relacionados con el deísmo y la educación protestante. Aquel que busque todavía un habla que permita al hablante suscribir every human excelence, o al menos, asegurarse una participación en los más altos destinos, deberá desarrollar a partir de ahora estrategias de lenguaje que vayan más allá del eclecticismo jeffersoniano. En lo que toca a las comunicaciones de la modernidad, ya no es suficiente con la mera evasión de penas por medio de la difusión de comprometedoras noticias sensacionalistas; y tampoco basta la simple propagación de apocalipsis furibundos y amenazas moralizantes que comprometían a cada orador ante un público de impronta secular o humanista. Quién podría darse por aludido hoy por un orador como el Jesús de Marcos 9,42, alguien que cree correcto decir: “A quien escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valdría que le colgaran al cuello una rueda de molino de las que mueven los asnos y lo arrojasen al mar.” Un comentador del año 1888 se contentó con señalar: “¡Qué evangélico!”
Las tijeras no pueden salvar ya la autoestima del hablante por medio de la difusión de la buena nueva, pues incluso el resto del Evangelio se revela como algo que apenas resiste el examen. Ni siquiera la desmitologización podrá volver a ponerlo en pie. Demasiado turbias, demasiado sospechosas, son las fuentes a partir de las que inician su vuelo los bellos discursos, con su universalismo rencoroso y su amenazante buena voluntad. Aun en caso de ser posibles todavía en absoluto las buenas nuevas, y si los presupuestos de la difusión se consumaran en una cadena de la suerte, unas y otros deberían ser redactados de nuevo, llegar a ser lo bastante nuevos como para evitar similitudes penosas con viejos textos que se han vuelto inaceptables, pero seguir siendo lo bastante similares como para volverse verosímiles, al menos como continuaciones formales del bagaje evangélico recibido. Por ello, ocurre por primera vez que la refundición de un discurso que sea predicable para el predicador a partir de la expectativa de beneficios se logra por medio de la subversión de las formas anteriores. Pero Nietzsche no quiere ser apenas un parodista del Evangelio; no desea sólo unir a Lutero con el ditirambo y cambiar las tablas mosaicas por las zaratustrianas. Se trata para él mucho más de colocar en un orden completamente nuevo las relaciones de los credos y el encadenamiento de las citas de autoridad, pues va implicado en ello el examen de la diferencia entre una profesión de fe y una cita. El autor de Zaratustra quiere renovar desde sus bases la fuerza eulógica del lenguaje, y liberarla de las trabas que le fueron impuestas por el resentimiento de impronta metafísica. Esta intención resuena en la frase en que Nietzsche asegura a su amigo Franz Overbeck, “…que con este libro he superado todo lo que ha sido dicho hasta ahora con palabras…” Y es también presupuesta cuando afirma ante el mismo corresponsal: “Ahora soy, con toda probabilidad, el hombre más independiente de Europa.”
El apogeo “o mejor, el espacio de operaciones” de esta independencia es el resultado del conocimiento que, ya desde los días de Humano, demasiado humano, Nietzsche fue logrando a partir de un agresivo ejercicio que llevó a cabo sobre su propia persona. El autor de La gaya ciencia se había convencido de que el resentimiento es un modo de generación de mundo, hasta aquí el más poderoso y nocivo, incluso. En todo lo que hasta el momento recibía los nombres de Cultura y Religión se encontraba la impronta decisiva de dicho modo: todo lo que durante una era supo presentarse como el orden moral del universo lleva sus trazos. De aquí resulta el final catastrófico que cae sobre el pensador como un conocimiento de siglos: que toda palabra signada por la metafísica gravita en torno a un núcleo misológico; las doctrinas de sabiduría clásicas son esencialmente sistemas de discursos malintencionados en relación con el ente en su totalidad. Cumplen la calumnia del mundo de parte de los que han llegado demasiado tarde, y tienen como meta la humillación de toda posición ligada con la autoalabanza. No es necesario extenderse aquí sobre la significación de que Nietzsche haya colocado al apóstol Pablo junto con Sócrates y Platón como el genio de la inversión, y aún menos sobre la circunstancia de que Nietzsche desvíe la atención de la gravedad de la operación paulina, para disponer su enmienda como eje de una historia del futuro. Ante este escenario el autor de Zaratustra se dispone a formular el primer eslabón de una cadena de mensajes de los que ha sido eliminado el falsete metafísico. Con respecto a esta maniobra, Nietzsche conoce a ciencia cierta su posición epocal; sabe que la desarticulación del inminente torrente de palabras del resentimiento y la nueva canalización de las energías eulógicas son un hecho “de la historia del mundo”; pero también comprende que operaciones de tal orden de magnitud requieren mucho tiempo; considera como parte de su martirio el no poder contemplar las consecuencias de su pensamiento capital: “Espero tanto de mí,” escribe con leve autoironía en mayo de 1884 a Overbeck desde Venecia, “que, con ingratitud, me pongo en contra de lo mejor que he hecho hasta ahora; y cuando no llego tan lejos que milenios enteros hagan sus más altos votos en mi nombre, entonces es ante mis ojos como si no hubiera logrado nada.” En septiembre del mismo año, hace la siguiente confesión ante Heinrich Köselitz: “Zaratustra tiene por lo pronto la falta absolutamente personal de ser mi “libro de edificación y aliento” “por otra parte, oscuro y secreto, y motivo de risa para todo el mundo.”
Un “libro santo”, un “libro edificante”, un libro de la independencia y el autodominio, un verdadero “libro de las cimas”, un “quinto evangelio”: las etiquetas de Nietzsche para Zaratustra, su “hijo” literario, surgen, como el texto mismo, de un fondo de tradiciones lingüístico-religiosas, que son transformadas para la ocasión. El fundamento esencial para la admisión renovada de tales fórmulas se encuentra más allá, sin embargo, de la esfera retórico-paródica. Nietzsche da a entender que el concepto de evangelio como tal, fue llenado hasta ahora con ejemplos falsos, pues en la tradición cristiana fueron difundidas como buenas nuevas aquello que según su valor y figura, sólo podía representar un triunfo de la misología. La vieja cuadratura de los evangelios no es a su modo de ver otra cosa que un manual para un malintencionado hablar del mundo por parte de los abogados de la nada, los ultrajados, los vengativos y perezosos; se coloca a la vez como escrito propagandístico del resentimiento, que convierte a las derrotas en éxitos, y disfruta de la postergada venganza como si se tratara de impulsos idealistas, lejos y por encima de la dura realidad. La arrogancia de Nietzsche se funda en la certeza de que recaía sobre él la tarea de interrumpir el continuum milenario de la propaganda misológica. Para el completo complejo de imposturas metafísicas, rige la observación de Ecce homo: “Ha acabado todo «impulso oscuro», precisamente el hombre bueno era el que menos conciencia tenía del camino recto… Y con toda seriedad, nadie conocía antes de mí el camino recto, el camino hacia arriba: sólo a partir de mí hay de nuevo esperanzas, tareas, caminos que trazar a la cultura “yo soy su alegre mensajero…”
El evangelismo de Nietzsche significa por consiguiente: saberse en oposición a los poderes de inversión de milenios, en oposición a todo lo que hasta entonces se llamó evangelio; ve en eso su destino, tener que ser un alegre mensajero, “como nunca lo hubo”. Esa es su misión, destruir la competencia comunicativa de los envenenados. El quinto “Evangelio”. Nietzsche pone sólo el sustantivo, no el adjetivo numeral, entre las comillas, y le adjunta como variantes las expresiones “Poesía” o “Algo para lo cual todavía no hay nombre” deberá ser un evangelio de contraste que no tenga como contenido a la negación como liberación de la realidad, sino a la afirmación como liberación para la totalidad de la vida. Es un evangelio de la ya-no-más-necesidad-de-mentira, un evangelio de la negentropía o de la creatividad, y por consiguiente, bajo el presupuesto de que sólo pocos individuos sean creativos y capaces de acrecentamiento, un evangelio de minorías, o aun mejor: un evangelio “para nadie”, un envío para destinatarios no identificados, porque no existe todavía una minoría, por pequeña que sea, que pueda aceptarlo directamente como su mensaje. No es casual que, durante los meses y años críticos que siguieron a la publicación de las tres primeras partes del Zaratustra, Nietzsche haya señalado con una melancolía auténtica y ficticia al mismo tiempo, que no tenía ni un solo discípulo.
Esta comprobación será sólo aparentemente contradecida por el hecho de que el nietzscheano giro “vitalista” del pensamiento se revelaba ya claramente para asimilar las nuevas palabras de la afirmación de la vida; por otra parte, la consideración en términos históricos del hecho de que, poco después de la muerte de Nietzsche, se instaló una ola de interés que convirtió a Zaratustra en profeta de moda, y a la “voluntad de poder” en contraseña de escaladores, tampoco llega a desmentir la tesis de que no hay ni podría haber para este “Evangelio” destinatarios adecuados.
La base para esto ha de ser buscada en la economía interna del mensaje nietzscheano, que exige un precio incomparable, y aun imposible de pagar, para acceder al privilegio de su anuncio. El quinto Evangelio pone a sus receptores en gastos tan elevados, que a fin de cuentas sólo puede ser recibido como una mala noticia. No es casual que impulsara a sus primeros pregoneros en el sentido de su des-solidarización con la humanidad histórica y presente. La rara renovación nietzscheana de las energías eulógicas en el sentido de una corriente de discurso alternativa, desemboca en la propuesta de seguir hablando de un evangelio que se erija sobre las ruinas de un dis-angelio la expresión encuentra su origen en el mismo Nietzsche, que tanta atención había prestado al mensaje de Pablo; a ella se refirió Eugen Rosenstock-Huessy, quien caracterizó a los grandes intérpretes de la realidad del siglo XIX, Marx, Gobineau, Nietzsche y Freud, como los cuatro dis-angelistas de la desespiritualización moderna… Un poco más desapasionadamente, hoy nos referiríamos a ellos en todo caso como los fundadores de los juegos de discurso sobre lo real. Su propia vida era en efecto el “experimento del cognoscente”, y sus sufrimientos el costo de su inteligencia. Era imposible para el autor suponer en esto la posesión de una vía de salida que compartiera con lectores contemporáneos; e incluso menos le estaba permitida la idea de que podría encontrar alumnos que quisieran aprender sus lecciones en condiciones similares. De ahí las insistentes observaciones de Nietzsche respecto de su fatal soledad; de ahí la helada mirada al mundo como “un portal hacia mil desiertos, vacío y frío”. De ahí también la desconfianza hacia aquellos que se atrevían a darle lisonjeras palmaditas en el hombro. Lo que cuesta el nuevo mensaje, queda ilustrado por el Zaratustra del “Convalesciente”, cuando tras el encuentro con su “pensamiento más abismal”, se desploma a fuerza de asco y desencanto, y al despertar se debate siete días entre la vida y la muerte. La verdad tiene, “en verdad”, la forma de una enfermedad mortal: es un ataque al sistema de inmunidad aletheiológico, que coloca al hombre en el punto geométrico de la mentira y la salud. La paradoja económica de la buena nueva nietzscheana consiste en caer en la cuenta de que la primera, inaudita mala nueva, necesita ser compensada con una todavía improbable movilización de energías creadoras; el concepto de superhombre es la apuesta por la lejana posibilidad de tal compensación: “Tenemos el arte, para que, ante la verdad, no nos vayamos a pique”… Lo que significa: tenemos la vislumbre del superhombre, para poder soportar la condición humana. Tal proposición surge como anuncio de aquello, por lo que produce espanto. Esta es la razón por la que el Zaratustra completo debía adoptar la forma de un extenso preludio: en términos descriptivos no se trata de otra cosa que de la vacilación del mensajero ante el proferimiento del propio mensaje.
Cuando se quiere, en todo caso, tener un acceso menos oneroso al nuevo privilegio de proclamación, pasando por alto aquel espanto y toda reserva experimental y ésta es la forma que ha adoptado en gran medida la historia de la edición nietzscheana en los movimientos antidemocráticos, e incluso en sus reelaboraciones por parte de la democrática crítica de la ideología, se separan las recién adquiridas funciones eulógicas de la conveniente Ilustración previa, y su trabajo de negación, con lo cual toma la palabra “evangelio” sus comillas, es decir su modernidad e ironía. Nietzsche era consciente del aspecto absurdamente costoso de su empresa, y dudó a menudo respecto de si la recuperación de una posición evangélico-eulógica a partir del nihilismo consumado tendría sentido desde un punto de vista tanto existencial como de mera sensatez. En 1884 escribe a Malwida von Meysenburg: “Tengo cosas en mi alma que pesan cien veces más que la bétise humaine. Es posible que, para todos los hombres por venir, sea yo una fatalidad, la fatalidad… y consecuentemente, es muy posible que enmudezca un día, de amor a los hombres [Menschen-Liebe]!!!” Recordemos el triple signo de admiración tras esta alusión a la posibilidad cercana del enmudecer. A toda elucidación del mensaje nietzscheano habrá de responder con la pregunta de cómo fue posible que la proclamación prevaleciera frente a sus obstáculos interiores. Esto vendría como una elucidación respecto a cómo, en el balance del factor disangélico contra los motivos evangélicos, los últimos podrían tener más peso: en torno a esta revisión habría incluso que revisar la cuenta misma, desde el punto de vista de su corrección inmanente. ¿No están acaso todos los indicios a favor de la idea de que en Nietzsche la mala nueva goza de clara ventaja respecto de la buena, mientras que todos los intentos de dar a esta última la preeminencia se fundan en impulsos momentáneos y autohipnosis pasajeras? Sí, ¿pero no es Nietzsche precisamente por esto el pensador paradigmático de la modernidad, en la medida en que ésta se define a partir de la imposibilidad de sobrepujar a lo real con enmiendas contrafácticas? ¿No se define la modernidad por una conciencia precoz de estados de cosas atroces, contra los cuales los discursos de las artes y del derecho presentan siempre apenas una compensación y unos primeros auxilios? ¿Y no ha dejado de ser la alta voz del mundo contemporáneo eficaz en eso mismo, cuando tuvo que admitir la ventaja de los infames?
En lo que a Nietzsche respecta, él sabía muy bien que por mucho tiempo él mismo seguiría siendo el único lector emocionado de Zaratustra; su quinto “Evangelio” es, como dijo más o menos correctamente, “oscuro y secreto y motivo de risa para todos”, y esto no sólo por su precocidad. No se puede concebir cómo podía un documento así, que todo divulgador posterior debía inmediatamente librar de su ridiculez, convertirse en punto de partida de una nueva cadena eulógica, cadena en que llevar la voz cantante se volviera el premio de una competencia más o menos afortunada. Ninguna tijera puede salvar a los cantos de Zaratustra para el juego victorioso y palabrero de la Ilustración estándar. Suponiendo que Nietzsche supiera esto desde un principio (y a favor de esta suposición juegan los datos biográficos, así como los literarios con que contamos), ¿qué podía hacerle creer, sin embargo, que a partir de él se iniciaba una nueva época del discurso positivo? ¿Cómo quería dar el paso de lo ridículo a lo sublime, de lo sublime al aire libre, y quién podría haberlo seguido? Para dar respuesta al enigma, debemos examinar más de cerca la ética nietzscheana de la amplitud de miras.
El que quiera conocer de cerca la teoría y praxis de la generosidad nietzscheana, debe también “o sobre todo” concebir “sueños de grandeza” junto con Nietzsche, bajo el supuesto de que sea éste un título adecuado para la desacostumbrada capacidad de este autor, de hablar en la más alta de las voces de sí mismo, su misión y sus escritos.
Aquí quisiera proponer la hipótesis de que el narcisismo de Nietzsche no es tanto un fenómeno relevante de psicología individual, sino que marca más bien una cesura en la historia lingüística de la vieja Europa. Básicamente, no es otra cosa que la revelación de la naturaleza del autor y del discurso literario. El discurso-acontecimiento que lleva el nombre de Nietzsche, tiene como particularidad el hecho de que en él se palpa la escisión, característica de la alta cultura, entre la buena nueva y la auto-celebración, develándose con ello lo que un autor es y hace. Lo que se presenta aquí de una vez por todas, es la economía de los discursos eulógico y misológico, y su fundamentación en el tabú de la autoalabanza. Un examen del contexto de la metafísica y crítica de la moral de Nietzsche puede aportar elementos para una identificación de este vuelco repentino: en dicho contexto, se vuelve transparente el orden embustero en que la eulógica indirecta tiene su base. Ahora bien, si se verificara que esta separación de la alabanza de uno mismo no es otra cosa que una postergación obrada por el resentimiento, habría que entender el atentado de Nietzsche contra la discreción como un acto de revisión, acto a través del cual la moral antiegoísta resultaría contradecida de modo casi rabioso. Hay que retroceder hasta la mística medieval para encontrar fenómenos al menos lejanamente comparables. Espectaculares y dolorosos como son, restituyen la posibilidad de plantar conexión lo más directa posible entre el yo y la ponderación. Lo que Nietzsche tiene en mente, no es un júbilo atolondrado vuelto sobre sí mismo como puro Dasein: mantiene con toda su fuerza la idea de que el Dasein debe ganarse su júbilo, o mejor, acrecentarse en él. Cuando la vida se ha elevado demasiado hasta sus más altas posibilidades, puede desplegarse finalmente y de modo análogo la autoalabanza: una vez más, es la obra la que alaba a su autor, quien, en concepto, ha de desaparecer a su vez en la propia obra. Y es precisamente esta misma concordancia el escándalo, el buen discurso ilimitado de la propia riqueza, esta autocrítica jubilosa a partir de hechos consumados, esta completa disolución de la vida en disposiciones luminosas, que permanecen como obras de la palabra: constituyen el antiescándalo, respecto de aquello que Pablo llamara el escándalo de la cruz, y con el que había de ser logrado el bloqueo de toda conexión entre el yo y la alabanza.
Nietzsche había entendido que el fenómeno dominante e irresistible en la cultura del mañana sería la necesidad de diferenciarse de la masa. Tenía presente de modo inmediato que la materia de que debería estar hecho el futuro, se encontraba en la exigencia de unicidad, de ser distinto y mejor que otros, e incluso que todos los otros. El tema del siglo XX es la relación con uno mismo, en un sentido tanto sistémico como psicológico.
La constatación, empero, de que la poética nietzscheana haya superado las reglas de la eulógica indirecta, y haya vuelto intercambiable la autoalabanza por la alabanza del otro, da a ver sólo el estrato superior del terreno. En un nivel más profundo, también la palabra afirmativa de Nietzsche queda comprometida por la alabanza de lo ajeno, pues alaba al no-yo y lo celebra como nunca antes había sido celebrado. Se dedica solamente a una ajenidad [Fremdheit], que es más que la otredad [Andersheit] de la otra persona. Se ofrece a una ajenidad que atraviesa al hablante mismo, a la ajenidad que lo penetra y lo posibilita –su cultura, su habla, sus educadores, sus enfermedades, sus infecciones, sus tentaciones, sus amigos. Celebra en sí una abundancia de ajenidad llamada mundo. Lo que Nietzsche siempre expresaba sobre estas magnitudes, se transforma en autoalabanza de lo ajeno. “…como mi padre (soy yo), ya muerto, como mi madre, vivo yo todavía…” De tal modo, el autodesprendimiento de Nietzsche debe ser buscado entre los niveles manifiestos de autoalabanza, en su apertura a lo ajeno-interior, en su desmesurada mediumnidad, en una idiotez nunca compensada del todo.
Quizás podamos permitirnos la observación de que alcanzó como autor la cima de la lengua alemana y de la sintaxis europea. En su cima como cantor pudo experimentarse como organon de un universo que busca autoafirmarse en individuos. Como filósofo habría sentido un júbilo temprano, de haber llegado él mismo a compilar y editar en un volumen su teoría de la voluntad. Pero sabemos que otros lo hicieron por él, utilizando el nombre del autor para el mercado, y esto en contra del mejor saber del autor, que vuelve siempre sobre el punto en sus escritos; punto consistente en la noción de sistema provisorio, que anula una hipotética base para la enseñanza: no hay ninguna voluntad, con lo cual, tampoco voluntad de poder, voluntad es sólo un modo de hablar, hay sólo diversidad de fuerzas, discursos, gestos, y su composición bajo la dirección de un yo, que se afirma a sí mismo. Justo aquí contradice el autor sus marcas, y sus declaraciones se hacen explícitas. Quizás no podamos hacer nada mejor en el centenario de su muerte, que repetir estas declaraciones, que ninguna edición futura podrá volver a coartar:
Es preciso mantener la superficie de la conciencia “la conciencia es una superficie” limpia de cualquiera de los grandes imperativos. ¡Cuidado incluso con toda palabra grande, con toda gran actitud! [...] En mi recuerdo falta el que yo me haya esforzado alguna vez, “no es posible detectar en mi vida rasgo alguno de lucha, yo soy la antítesis de una naturaleza heroica”. “Querer” algo, “aspirar” a algo, proponerse una “finalidad”, un “deseo”, nada de esto lo conozco yo por experiencia propia. Todavía en este instante miro hacia mi futuro “¡un vasto futuro!” como hacia un mar liso: ningún deseo se encrespa en él. No tengo el menor deseo de que algo se vuelva distinto de lo que es; yo mismo no quiero volverme una cosa distinta. Pero así he vivido siempre”.[ii] Este idilio del autor responde al idilio del mediodía de Zaratustra, la ovación yacente ante la tierra consumada:
“Como uno de esos barcos cansados, en la más tranquila de todas las bahías: así descanso yo también ahora, cerca de la tierra, fiel, confiado, aguardando, atado a ella con los hilos más tenues.
“¡Oh felicidad! ¡Oh felicidad! ¿Quieres acaso cantar, alma mía? Yaces en la hierba. Pero ésta es la hora secreta, solemne, en que ningún pastor toca su flauta.
“¡Ten cuidado! Un ardiente mediodía duerme sobre los campos. ¡No cantes! ¡Silencio! El mundo es perfecto”.[iii]
Con esto dice el autor que él mismo deja de ser autor. Donde el mundo se consuma en un todo que no es posible despertar, no hay ya más autor. Dejémoslo en su antiguo mediodía. Debemos representarnos al autor cesante como a un hombre feliz.
* La presente conferencia, “Der unabhängigste Mann in Europa”, pronunciada en Weimar, el 25 de agosto de 2000 en ocasión del centenario de la muerte de Friedrich Nietzsche, fue publicada en versión original en el Frankfurter Allgemeine Zeitung del 28 de agosto del mismo año. Traducción: Fernando La Valle. © otrocampo.com 1999-2002
Notas:
Ecce homo, Alianza, Madrid, 1985, p. 112. Traducción: Andrés Sánchez Pascual.
[ii] Ibid., pp. 51-52.
[iii] Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid, 1975, pp. 369-370. Traducción: Andrés Sánchez Pascual.
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